Dromomanía
Del lat. cient. dromomania, y este del gr. δρόμος drómos 'carrera' y -μανία -manía '-manía'.
1. f. Inclinación excesiva u obsesión patológica por trasladarse de un lugar a otro.
Desde la primera vez que puse mis nalgas en un avión me enamoré de los despegues. En ese entonces no lo sabía, pero sería para siempre la sensación más parecida e incluso equivalente a otros alivios adultos del cuerpo. La anticipación esa de la espera, los diálogos de las azafatas que mi cerebro enmudece, el llenar el silencio con palabras que son casi excusas para que pase algo y no llegar directo al aire sin construir una antesala al acto ese hermoso de volar.
Yo casi no rezo. Cuando pasan cosas buenas doy gracias, pero siempre me parecen pequeñitos mis pedidos en comparación con las tantas otras cosas que pasan, para qué ocuparlo con mis pendejases. Cuando estoy preocupada por alguien, le pido a mi marido que rece, porque ya que él lo hace todas las noches, pues que le añada un punto adicional a su agenda. Sin embargo, cuando voy a montarme en un avión, en el caminito ese entre el aeropuerto y la nave, más que rezar, recito la novena al Divino Niño Jesús. Ya es un ritual, mi no tan nuevo cónyuge y yo, tan pronto entregamos los pasajes, nos callamos, porque ambos usamos ese tramito para… en su caso suplicar porque el avión no se caiga y en el mío, ya ni sé, quizás detenerme y recordar lo que se sentía tener un toco palo entre la tierra y el cielo.
Hace unos meses mi sobrina me preguntó que qué era lo más que me gustaba hacer en el mundo y para mi propia sorpresa sin pensarlo dos veces escupí la palabra “viajar”. Racionalmente pensaría que sería escribir, o leer o comer o probablemente no podría escoger y diría que las tres. Quizá es eso, viajar es para mí una pausa en el tiempo donde puedo dedicarme casi absolutamente a escribir, leer y comer, que es básicamente mi versión del paraíso. Valeria abrió los ojos horrorizada y meneando la maranta como su tía me dijo: Pero cómo va a ser tití, ¿y no te importa tu familia? Pude ver la genuina decepción en esos ojitos que apenas llevan 7 años mirando el mundo y que recién descubrían lo bruja y egoísta que su tía (quien reía a carcajadas) podía ser. No supe cómo decirle que siempre he sido así: despegá, de que me falta pega, de desapegada mal dicho, que mantengo distancia cuando puedo, que físicamente no suelo extrañar a la gente, porque la que me importa tengo el talento de sentirla cerca, aunque estemos en extremos contrarios de un mapa. Claramente esa explicación hubiese tenido que incluir una cláusula terrible, de que sí me pasa con ella, de que sí me duele un pedazo particular de las costillas cuando no la puedo oler ni tocar. Pero ni tan siquiera ese amor cura mi obsesión con despegar.
En febrero compré los pasajes de mi viaje del año. No compré una oferta, no usé una agencia de viajes, así que he ido montando el viaje por meses: la ruta, la división del tiempo, el hospedaje, la transportación, las conexiones, las reservaciones, boletos de ferry y avión. Aparte de estar más convencida que nunca de que las agencias de viaje no desaparecerán mientras haya gente que las pueda pagar, recordé las cosquillas en la barriga que me da viajar. El enchule ese bobo que mantiene a uno sonriendo cuando se le pone la mente en blanco y en blanco es imaginar ese encuentro con el jevo o en mi caso con el viaje. Mi madre me confesó hace poco mientras caminábamos en el parque que a ella le encantaba lo feliz que yo me pongo cuando estoy planificando o se acerca un viaje. Luego me dijo que cuando regreso, ella intenta evitarme un par de semanas porque “no hay quién me beba el caldo”. Debo reconocer que he sido acusada no falsamente de este comportamiento en muchas ocasiones y lo acepto, regreso de los viajes deprimida, con una tristeza profunda y con una incapacidad aún mayor de encontrar mi lugar en el mundo otra vez.
La semana pasada recibí un correo electrónico sobre un cambio en el itinerario de vuelo. Me he convertido en la agente de viajes de mis papás, así que como ellos estaban próximos a viajar pensé que quizás era su vuelo atrasado un par de horas. Cuando llegué a mi casa y verifiqué mis emails con calma, resulta que el cambiecito de horario era nada más y nada menos que mi vuelo de ida, había sido cancelado y me lo estaban cambiando por un vuelo cuatro días más tarde. Tenía 72 horas para aceptar este cambio o perdía el vuelo y el dinero. Cabe destacar que el correo no tenía un número para poder llamar y tener una conversación con un ser humano. El mensaje venía de la aplicación a través de la cual compré los pasajes. Les escribí por correo privado en Facebook, contesté el correo diciendo que lógicamente el cambio de 4 días era totalmente inaceptable, y aunque no estoy orgullosa, si algo me han enseñado mis casi diez años en publicidad digital es que las marcas responden más y mejor a los mensajes públicos. Así que puse un tuit tagueándolos y diciendo lo que había pasado. Me contestaron casi al instante, movieron la conversación al mensaje directo para que nadie lo viera (es lo que yo hubiese hecho también) y básicamente me dijeron que no podían hacer nada por mí porque la línea aérea canceló el vuelo y solo sale un vuelo semanal desde San Juan. Llamé a la aerolínea y luego de esperar dieciocho largos minutos y memorizarme que son la mejor manera de volar, me contestaron, di el número de reserva y la llamada se cayó. Volví a llamar, esperé por mucho tiempo más, con el mismo mensaje en repetición ad infinitum y yo contestándoles en mi mente que si ellos eran la mejor manera de volar no quería imaginarme la peor y cuando al fin me contestó una chica en español (pedí asistencia en español porque peleo mucho mejor y soy mucho más hiriente en castellano), la chica hablaba un español casi ininteligible, pero logré pescar su mensaje de que la aplicación podía devolverme el dinero que había pagado si el vuelo que me ofrecían cuatro días más tarde no funcionaba para mí.
No soy de mucho llorar. Lloro más en películas y anuncios que en situaciones terribles de la vida real (situaciones de perros no cuentan). Mi no tan nuevo cónyuge me encontró atacada en llanto sin poder articular ni una oración coherente. Cuando él narra la historia dice que pensó que se habían metido en la casa y nos lo habían robado todo. Honestamente, así se sintió. Pagué trescientos dólares por pasaje hace cinco meses. Se supone que volara este domingo. Al intentar comprar pasajes para esa misma fecha en este momento los pasajes costaban literalmente un chin más de seis veces lo que me costaron. Una de las razones por las que recomiendo el matrimonio es porque si escoges bien, los roles no son estáticos, sino que cambian según sea necesario. Yo soy la encargada de los viajes en mi casa, a él apenas le toca poner su tarjeta en ocasiones y montarse en el avión, ese es su sacrificio. Normalmente yo busco soluciones, invento formas de arreglar las cosas, ataco la crisis y quizás lloro cuando termine, pero de alivio. Esta vez, me idioticé, colapsé y mi marido encontró una solución. Buscar otras salidas de esa misma línea aérea, aeropuertos cercanos al nuestro que salieran un par de días antes, y que los pasajes para llegar a ellos no nos costaran el viaje que quisiéramos darnos en el 2019. El remiendo nos costó trescientos dólares más, una noche en un hotel que pagaremos con millas y lo que nos gastemos porque ahora nuestras vacaciones empiezan un día antes, incluyen 50 minutos en un avión adicional, una escala en Punta Cana, unas seis horas extra en aeropuerto, y una noche bono en Madrid que no estaba planificada. Una semana después de la debacle estoy hasta contenta porque no piso suelo madrileño hace catorce años y puede que llore descontroladamente al morder una bocata de calamares en la plaza mayor.
Me da mucha vergüenza cómo manejé todo. Tardé casi 24 horas en poder redactar un mensaje cagándomele en la madre a alguien. Le pedí disculpas a mi esposo por mi paralización, no sé lo que me pasó. Él me dijo con toda la naturalidad del mundo que era normal porque no había nada más importante para mí que viajar. Quise ofenderme, pero recordé cuando en el 2015 nos íbamos a Cuba, llevábamos casi tres años juntos y 24 horas antes me dijo que no se iba a montar. Se lo conté a mi mamá y ella me preguntó: ¿van a perder los chavos? Y yo le dije: no sé si se los devuelvan. Y mami: pérate, ¿tú te vas a ir sin él? Y yo sin pensarlo ni un segundo, escupí: claro que sí. No fue un análisis conscientemente egoísta, mi cerebro lo registró como un cálculo matemático, no se me ocurrieron otras opciones, no fue que pensé en quedarme con él y lo descarté, es que sencillamente supe que yo iba a ir. Ahora que lo conozco sé que se iba a terminar montando por mí, como lo ha hecho ya incontables veces. Pero también sé que si él se quedaba, al final yo lo entendería, pero si yo me quedaba, lo resentiría de por vida.
Desde que estamos juntos tan solo me he montado en cuatro aviones sin él. Y todas las veces he estado a punto de agarrar a la persona de al lado porque mi parte favorita del viaje es la más terrible para él. Lo que mi cuerpo abraza como la sensación más liberadora del mundo, el suyo lo rechaza casi como una reacción alérgica. A veces pienso que mi marido tiene un alma más pesada que la mía. Por eso ama más y mejor que yo. Por eso le pesan más los despegues, por eso se le hacen más naturales los aterrizajes. Pasado mañana de nuevo pongo mis nalgas en un avión, me aferro a él, le aprieto la mano, cierro un chin los ojos y me río como siempre hago cuando algo demasiado rico me pasa. Hoy me levanté nostálgica, sobrecogida, con los lagrimales al borde del desborde. Será que la pesadez se contagia. Será que no soy la misma que se fue a Cuba y se hubiese ido con o sin él, será que se me ha curado el desapego, será que la dromomanía y la aerofobia son antídotos recíprocos, será que este hombre es mi techo de vuelo, será que lo único más hermoso que volar, es que alguien vuele por ti.
Aerofobia
De aero- y -fobia.
1. f. Temor al aire, síntoma de algunas enfermedades nerviosas.
2. f. Psiquiatr. Fobia a volar.