A secas.

Hace unos cuantos meses tuve la suerte y la presión de llevar a una agente literaria de renombre a cenar. Por más que me encante comer, resultaba una misión épica y apoteósica escoger un solo restaurante, porque si algo aquí hacemos soberanamente bien, es comer. Indagué sobre preferencias y me aseguré de preguntar si tenían alguna alergia o necesidad alimenticia especial. ¿A dónde una lleva a una súper héroe nuyorquina y a su hija a cenar? Intenté escoger un lugar en Santurce que no se sintiera turístico, que no fuera demasiado caro (porque iba a hacer todo lo posible por pagar) que tuviese el “flair” boricua sin que fuera demasiado típico, que pudiésemos hablar, que nos trataran bien y que tuviesen una buena barra, con variedad de licores nítidos, cocteles chulos y clásicos bien hechos. Así empecé la intro, la barra está brutal, amo tal y tal trago, este ron no lo tienen en ningún lado, estoy enamorada de esta ginebra. Ella sonrió amablemente y me dijo sin ningún tapujo: ningún trago para mí, soy alcohólica en rehabilitación literalmente a la tercera potencia, el mero contacto con una sola gota y la pasaríamos muy muy mal. La profunda vergüenza. El calentón en el cuerpo. Mi falta de sensibilidad, de previsión, no pensé en eso, no se me ocurrió, jamás me había pasado algo así. En nuestro país hablamos de alcoholismo para referirnos a abuelos que se beben hasta el alcoholado, vagabundos y deambulantes, personajes de películas y series, o en broma para hablar de nuestra bebelata social y pachanguera que nos caracteriza, pero hasta ahí. Si ingerir alcohol no te ha hecho estrellarte, si no te han arrestado, si no has perdido un trabajo o destruido una relación humana por tu relación con el alcohol, no eres alcohólico, aunque no recuerdes la última vez que pasaste una semana entera sin beber, aunque empieces a beber cada vez más temprano, aunque tu tolerancia vaya in crescendo independientemente de tu edad, peso y condición física.      

 

Llevo 75 días sin beber. Sé que contar los días suena como un acto de profundo alcoholismo, mucho más que de celebración de sobriedad. Pero somos una isla alcohólica. Festivamente, culturalmente, cotidianamente y aceptablemente alcohólica. La realidad es que sería muy poco probable llegar a listados de los países más felices del mundo sin un poco de ayuda. No es casualidad que de las pocas cosas que todos recuerden del somero repaso de nuestra historia en la escuela, esté el famoso: “baile, botella y baraja”. Y si hay una época en la que el alcoholismo está requete permitido y hasta altamente recomendado es en navidad. Y sí, pasé halloween, acción de gracias, mi cumpleaños, nochebuena, navidad, despedida de año, primero de enero, víspera de reyes, día de reyes, absolutamente sobria. 

 

 

Quisiera decir que ha sido hermoso y que he tenido grandes revelaciones sobre la magia de estar conectado con tus sentidos las veinticuatro horas del día sin ninguna pausa que no fuera las horas del sueño. Pero al menos para este cuerpecito mío, en especial para esta intensísima mente mía, ha sido intensamente devastador o mejor dicho devastadoramente intenso. Me acuerdo de todo. Nunca tengo resaca. Tengo clarísimo lo que he hecho, lo que he dicho, las metidas de pata sin excusas etílicas, las crueldades que han sido fruto de mi cerebro sin estimulantes, la falta de paciencia que he tenido con los comentarios inoportunos o los contactos no solicitados. El día me da para muchísimo más. Me levanto temprano (como siempre) pero sin malestares corporales, ni nubes trasnochadas en la cabeza. Duermo mejor que nunca, para mi sorpresa. Es lo que pasa con el alcohol, sientes que te tumba, pero realmente causa insomnio, crees que te sube el ánimo, pero químicamente es un depresivo, es líquido, pero te deshidrata. 

 

No me malinterpreten, no tengo la cara para sermonear sobre lo terrible que es alcohol, aunque tengo muy claras las catástrofes que puede desencadenar. Sin embargo, para mí siempre ha sido un mal jevo delicioso, un mal hábito que te simplifica un chin la existencia, una manía que ni te mejora ni te detiene. Mis papás no beben, y en estos meses se han ganado una nueva admiración. Llevan más de cuarenta años juntos, sin darse un palo para no insultar al otro. Sin darse una copa al llegar a la casa porque el día ha estado duro. Bebiendo refresco en la playa y jugos naturales con las comidas. Dicen que no se extraña lo que nunca se ha tenido. Yo he trabajado en hotelería, estudiado derecho, trabajado en publicidad, escrito libros y he pensado en múltiples ocasiones, esto me parece un momento perfecto para comenzar a fumar. No lo he hecho, más allá de un tabaco después del tercer palo, pero sí he pensado añadir un tercer vicio, cuando el café y el vino se me han hecho cortitos para bregar. 

 

No beber durante las fiestas me ha hecho claro que en Puerto Rico no beber es un problema. Es una decisión que socialmente no está bien vista. Nuestra hospitalidad usualmente se traduce en invitar al trago. Tengo una amiga italiana que estaba sorprendidísima de que en su cumpleaños no le dejaran pagar ni una cerveza. Cuando llegas a una casa y te ofrecen: vino, cerveza, pitorro, coquito, ron, y todos los espíritus destilados habidos y por haber y dices que no estás bebiendo la decepción es palpable. Cuando en un jangueo alguien va a pagar el round, y tú dices que quieres jugo de parcha, te preguntan que si con Tito’s o con Don Q, cuando dices que estás bebiendo Perrier te miran con cara de susto, o de risa o de sospecha. Te preguntan directamente: ¿estás preñá?, ¿estás enferma?, ¿estás tomando antibióticos?, ¿estás a dieta?, ¿estás en détox?, ¿te sientes mal?, ¿tienes hangover?, ¿te encontraste al Señor?

 

No nos cabe en la cabeza que la gente no quiera beber. Hace falta una excusa para no beber, no al revés. Y lo entiendo, ahora mismo más que nunca. El alcohol es el lubricante social por excelencia. La gente parece más graciosa y hasta más interesante. El tiempo se va más rápido. No es una percepción, como el alcohol hace más lento el funcionamiento del sistema nervioso, se bloquean ciertos mensajes que intentan entrar en tu mente. Así que tu percepción está alterada, uno se mueve distinto, se siente distinto. Me gusta más la gente cuando bebo. Quizás hasta me gusto más yo, soy menos arisca, menos consciente, menos juiciosa, menos estresada, más abierta, más sorda, y tristemente más gritona, más peleona, más repetitiva, más volátil, más llorona pero mucho más desconsiderada. Ser adulto es cansón, y un traguito te aliviana, te suelta un poco los hombros y los juicios (entre otras cosas). Literalmente salivo cuando alguien se toma un buen vino con un plato de comida, pero no he perdido ni una sola discusión porque no me acuerdo de lo que dije la noche anterior. Creo que es la primera navidad en la que no aumento de peso, ni me siento intoxicada al comenzar el año. Tengo la piel más bonita y me he permitido comer muchos más dulces en recompensa. Voy a volver a beber en algún momento, de eso estoy segura. Pero no creo que se me pase la empatía con el que se chupa una noche sobrio mientras ve la decadencia inevitable de todos a su alrededor. Seré más compasiva con el que es testigo en cámara lenta de los cambios de personalidad de sus amigos y familiares. No indagaré si la gente no quiere beber porque llegó a las 200lbs, porque quiere estar más saludable, porque hizo un papelón por beber de más, porque está tratando de quedar embarazada, porque quiere correr un maratón o porque sencillamente ya no se gusta cuando bebe. Volveré a beber, me lo prometo. Pero también me juro que no dejaré de tener en cuenta que para alguna gente el alcohol fue un jevo terrible, violento y maltratante, con quien volvieron más de una vez, y con quien solo pueden terminar sanas y salvas, cortándolo de raíz.