Tecnología Infantil

Mis papás me pusieron un teléfono en mi cuarto cuando yo era preadolescente. En ese entonces no habían tabletas, ni mucho menos era usual que los niños tuviesen mejores celulares que los adultos. En ese entonces el internet era de línea, había una s…

Mis papás me pusieron un teléfono en mi cuarto cuando yo era preadolescente. En ese entonces no habían tabletas, ni mucho menos era usual que los niños tuviesen mejores celulares que los adultos. En ese entonces el internet era de línea, había una sola computadora para toda la familia y si alguien estaba conectado nadie más podía usar el teléfono. Si bien es cierto que yo era una nena bien buena, que tenía muy buenas notas, creo que la decisión del teléfono, (que en realidad era una línea privada para mí) fue más una decisión práctica por el bien de la familia, que un premio o privilegio prepúber. Aquello era extraño entre la gente de mi edad y no conocía a más nadie que tuviese una línea, todavía recuerdo aquel número como si se lo hubiese dado a alguien esta misma mañana. El teléfono tenía un cable bien largo en el que yo solía enredarme cuando hablaba por horas. Hoy día detesto hablar por teléfono pero si lo hago, todavía doy vueltas por toda la casa y me enredo en mi cable invisible. No, un inalámbrico no era una opción porque siempre (como hasta ahora) andaba sin batería. Me daba risa cuando alguien me llamaba por primera vez y me decía: buenas tardes, ¿se encuentra Edmaris? En aquel entonces uno tenía que llamar a las casas y causar buena impresión cuando la mamá o el papá del nene o nena que a uno le gustaba contestaba. Claramente los que sabían que yo contestaría no seguían el usual protocolo. De todos modos la privacidad era mínima. En mi casa no se creía en las puertas cerradas y de estar cerradas el seguro nunca fue una opción. El acceso a los amigos era regulado, al internet, al email, a los chats, a los juegos en línea, a la solitaria de la computadora. Yo no llegué a tener ICQ, pero sí llegué a tener un messenger con mi email. Mi nombre era CosmoDiva con algún número que no recuerdo, probablemente 21 que era mi número favorito. A veces chateaba con desconocidos. Mi mamá me decía que tuviese cuidado con hablar con gente que no conociera, que les dijera mi edad desde el principio (el 21 podría haber sido misleading), que no diera detalles de dónde vivía, estudiaba, etc. Que si me escribían algo fuera de lugar los bloqueara, que si me mandaban fotos frescas, los bloqueara, que no les diera mi teléfono, que no enviara fotos (probablemente ni tenía ni sabía cómo de todas maneras). Honestamente no me acuerdo de qué podía hablar con aquellos desconocidos sin cara, los avatars, que en ese entonces tampoco se llamaban así, (ni mcuho menos “fotos de perfil) eran casi siempre imágenes de stock.

Más adelante peleé por un beeper. Sí, yo quería un beeper. Mi mamá accedió siempre y cuando fuera compartido. A mí me ofendió la simple idea. Siempre he sido de todo o nada. Cuando me cambian los muñequitos me tranco. De seguro me enchismé por un par de semanas y cuando noté que había tranque en las negociaciones cedí (eso creía yo), nunca hubo negociación, de alguien heredé el todo o nada. Lo mismo me pasó con mi senior trip con padres incluidos, pero eso ya es otra historia. Lo mismo con el celular más adelante. La mitad del tiempo era mío, cuando no estuviera con mis papás, la mitad del tiempo era de ellos. Hasta escuela superior.

Hoy en día, mi celular es un apéndice de mi cuerpo. Casi siempre está al alcance de mis manos. Intento estar consciente de que la gente no está tan pendiente a sus celulares como yo y me esfuerzo por ajustar mis expectativas en términos del tiempo respuestas a mis textos. Cuando llamo, la gente suele contestarme porque como odio hablar por teléfono pues entran en estado de alarma. Me salté la época del Tinder por razones monógamas, aunque he disfrutado el “swipping” en los celulares de mis amigas. Las redes sociales han sido mi trabajo por una década, esa es mi excusa oficial, y también me han abierto las puertas o más bien las pantallas para que mucha más gente pueda leerme.


Fuera de eso no soy muy tecnológica por contradictorio que parezca. Tengo apps de viajes, de música, de compras online, de manejo de redes sociales y ya. Suelo tener uno que otro juego. Casi siempre sudoku o alguna versión de Scrabble. Más que nada por mi fobia al olvido, intento hacer ejercicios de estiramiento para el cerebro con números y letras.

Hace años jugaba Words with Friends y recientemente lo volví a bajar. De entrada noté que algo había cambiado. Como cuando uno está en una relación por años y vuelves a la soltería y ya has olvidado las reglas del juego. De la nada, recibía mensajes privados. Yo antes recibía mensajes privados de conocidos, casi siempre comentarios sobre el mismo juego, la pela, la palabra que no sabíamos que existía, los 32 puntos por dos letras, etc. Y uno que otro jevo fuera de base que sabía que era un sitio seguro y que no sería víctima de operativos de espionajes de novias celosas.

Los desconocidos nunca te escribían. Cuál fue mi sorpresa cuando empecé a recibir, holas, cómo estás, de dónde eres, y cuando no contestaba, abandonaban los juegos. Otros iban directo al hola guapa, quieres hablar, etc. Llegué a contestar algunos: de Puerto Rico, para luego recibir la labia monga de debí imaginarlo, las mujeres más guapas son de ahí y la retahíla de misses y clichés. Que conste, no subí una foto, sencillamente entré con mi cuenta de FB, cosa que suelo hacer para no tener que inventar y recordar alguna contraseña adicional con una mayúscula, una minúscula, un número y un carácter especial.

Aparentemente en estos años, todo se convierte en un “dating app”. Pensé en la posible ventaja de conocer las capacidades gramaticales del jevo en cuestión. Cosa que siempre pienso cuando hablan de Tinder, mi esposo dice que no hubiese tenido Tinder, yo estoy segura de que sí. Me hubiese ahorrado bastante tiempo. Descartando por horrores ortográficos antes de llegar a una cita física.

La cosa es que llevaba jugando semanas con una persona, tenía un número en el nombre, no presto mucha atención y no soy buena memorizando números. Tampoco me fijo mucho en las fotos porque la realidad es que la foto sale diminuta en la esquina superior del tablero. La cosa es que uno de estos compañeros, que jamás me escribió un mensaje privado y para ser justos me estaba dando una pela en más de un juego simultáneo, cambió la foto y me estuvo rara. El cerebro empieza a atar nombres con imágenes y fotos de perfil, ¿no les pasa que le nombran en la vida real a gente que conocen de antes con sus “usernames”? Pues a mí sí, nadie me decía Edma, hasta que fui @edmacara en Twitter. Pero esto también, es otro tema. La cosa es que mi compañero de juegos, que me estaba dando una salsa, me dio curiosidad, quería verificar si su primer idioma era español. Juego en inglés y en español y tengo un editor gringo que me da unas pelas memorables en español. Cuando voy al perfil… ¿este tipo tiene un brazo de foto? Por primera vez en meses amplié la imagen. Grité, tapé la pantalla, miré para todos lados, estaba jugando con un pene. Sabrá Dios desde cuándo.

Después de tomar los screenshots de rigor, enviar a mis diversos whatsapps y reírnos al respecto, confesar a mi marido que llevo noches al lado de él intercambiando palabras con un miembro ajeno, después de burlarnos de amigas que están en dating apps y que dicen no haber recibido tanta acción como yo en mi aburrido juego de letras, después de buscar por todo el app cómo reportarlo, después de dejar todos los juegos que teníamos pendientes, pensé en mi sobrina. Tiene 7 años y tiene un mejor celular que yo. Su mamá supervisa los usos, las aplicaciones y las interacciones. Sin embargo, esto era un juego inofensivo. Un juego de letras. A mí no se me hubiese ocurrido meterme en un app de letras o de sudoku a mirar los perfiles de los otros jugadores. Hablando con otras chicas, algunas de estas madres, me cuentan que les ha pasado en Youtube. Que aún en canales de niños, se cuelan videos pornográficos animados, con las mismas voces y gráficas de sus muñequitos favoritos.


No juzgo a los padres que le dan un iPad a sus hijos para poder cenar con calma o terminar una conversación. No soy quién para opinar sobre los celulares en las manos de los niños que viven fascinados con los filtros de las redes sociales. Soy testigo del increíble manejo del inglés de nuestras sobrinas, en gran medida por el increíble acceso de videos, tutoriales y entretenimiento en línea. Pero qué mucho miedo me dio la imposibilidad de controlar las perversiones que no pueden filtrarse. Tener la certeza de que mi imaginación no basta para poder localizar todas las posibles amenazas que hay en aplicaciones que se desarrollaron para otras cosas que no tienen que ver con la agresión que representa que alguien te envíe una foto que no pediste. Que a mí como adulta, (que no me considero pudorosa) me parece un acto de violencia recibir una imagen tan gráfica cuando ni siquiera estabas en una plataforma construida para intercambiar fetiches y material pornográfico. Sin embargo, tengo las herramientas para la denuncia, para la queja, para la defensa. Pero los niños, que no saben ni lo que están mirando, que no tienen la malicia para entender, que pasan horas con un celular o una tableta, mientras los papás guían, cocinan, limpian, se bañan, comen, viven… ¿qué hacen?

No tengo una respuesta, pero me pareció importante levantar la bandera, porque hay cosas que pueden estar justo al alcance de nuestras manos, frente a nuestros ojos por semanas, meses y años y no nos hemos tomado el tiempo de agrandar la imagen hasta que ya no se puede reparar el daño.