Silencio que no me escucho

Odio ser mamá. Fue su primer pensamiento mientras sus párpados se entreabrían con la violencia de los chillidos del bebé. El bebé. Habían pasado meses y todavía no lograba referirse a él de otra forma. Había leído que el primer instinto de las mamás solía ser verificar la respiración del bebé cada mañana. Se preguntaba si serían sordas el resto de las madres del mundo. No se puede gritar si no se está respirando.

Lo había intentado todo: poner el agua del grifo a correr, mover el moisés justo al lado de la lavadora encendida, prender el secador de pelo, susurrarle shhhh hasta quedarse sin aire, grabaciones del sonido de las olas, meditaciones tibetanas, videos de Youtube donde otros padres desesperados grababan horas ininterrumpidas de sus propios shhhh. Nada calmaba los gritos. El bebé rechazaba vehementemente sus tetas. Ella ya le había desarrollado un asco infinito a la máquina saca leches con la que se ordeñaba robóticamente cada dos horas y treinta y cinco minutos sin fallar. 

Entonces, se ponía su ropa de hacer ejercicios, antes eran uniformes de yoga y maratones. Ahora era la ropa que se estiraba lo suficiente en lo que se le acomodaba el cuerpo a la maternidad y viceversa. El sujetador deportivo le desbordaba el busto casi hasta la clavícula con aquella nueva voluptuosidad auspiciada por el maldito oro líquido que dictaminaba el paso del tiempo de sus días y sus noches. Las recién estrenadas dimensiones de su caderamen retaban la flexibilidad del algodón y el spandex, visibilizando los principios y terminaciones de su ropa interior, hasta el detalle de la etiqueta que descansaba sobre su cóccix. Así, sintiéndose incómoda y desvestida, metía al bebé a gritos en el coche, echaba el peluche de la jirafa flácida, la mantita de muselina de algodón con nubecitas, el bobo que siempre escupía, el botellón que a veces resolvía, el celular con olas del mar y se iba a empujar el coche bajo el sol, en las cuestas que rodeaban los terrenos que estaban en proceso de convertirse en su urbanización. El cielo azul bebé sin una puta nube, la calle a medio asfaltar llena de cráteres, las excavadoras revolcando la tierra, el vapor y los insectos. 

En el tope de la colina los constructores. Miope al fin no podía identificarles las caras. Los cascos amarillentos y arenosos. La ropa tan sucia que se camuflaban con el paisaje. Detenían las máquinas para decirle buenos días. Un saludo gutural, demasiado pausado, tan pronunciado que resultaba violento. Buenos días misi. Y la cortesía la dejaban caer al mismo ritmo que las miradas resbalaban por las gotas de sudor que viajaban cuello abajo, y salpicaban ubres arriba. Ella sonreía mitad asustada mitad zafia. Tenía que pasar por donde estaban. Cuando el miedo se nota es que debilita.  Mientras se acercaba, se fijó que uno de ellos estaba de espaldas, con los pantalones enrollados y enredados en los calzoncillos más abajo de las rodillas. Esa imagen de película y de memorias siempre le revolcaba la boca del estómago. Y de pronto contó y eran cinco de ellos. Y de momento se dio cuenta de que ella era una sola. Una con un bebé que debilitaba más de lo que fortalecía. Una sola medio desnuda que no dormía hacía meses, una sola con las tetas llenas de leche, una sola todavía con el perineo cosido por el parto, una sola que nunca imaginó un cuerpo menos hecho para la carne que ahora. Había leído hacía poco que las mujeres les tenían más miedo a las violaciones que a la muerte. Se acordaba de haberse sentido culpable por el alivio que le causó saber que iba a parir un varón. Había escuchado también que los bebés recuerdan los eventos violentos y que los traumas pueden ser perpetuos. Así que les subió el volumen a las olas. Le puso la mantita de muselina de algodón con nubecitas por encima del coche, aún con el calor infernal. Se recordó de que sufrió su parto con apenas el susurro de un “puñeta” mientras la desgarraba la dulce maternidad. Y con toda la fuerza de su odio les dijo: si me van a hacer algo, que sea en silencio. Si despiertan al bebé, les juro que los mato.