Hace ya más de un mes cumplí 39. Y llevo más de un mes intentando sentarme a escribir. Intentando contestar mensajes. Intentando organizarle una despedida a esta década. Pero intentar no es sinónimo de conseguir y a veces, mi cuerpo confabula con el universo y se ponen de acuerdo contra mí. Así que en este último mes, he estado enferma 3 semanas, destruí mi celular personal, pagué una reparación que no funcionó, salí positiva a micoplasma, la primera placa de pecho de mi vida anunció bronquitis, me reventé los capilares de los ojos tosiendo y soplándome la nariz, un espasmo me tuvo con movimientos robóticos una semana adicional y cuando casi salgo del hoyo empecé a ver destellos en la esquina de un ojo, por lo que ansiosa y fatalista al fin, me despedí de mis futuros viajes, de mi amada lectura y me desbarató el espíritu pensar que no vería la cara y el cuerpo de mi hijo crecer e inevitablemente cambiar.
Así que no, no me he vuelto una malagradecida, no estoy ignorando a la gente que amo, no me metí debajo de una piedra, ni estoy evitando tomarme fotos para recordar que a los 39 ya no me gustaba tanto como en otros tiempos. Mi cuerpo ha decidido detenerme, para obligarme a mirar pa’dentro, para inducirme una reflexión de la década que no tenía ningunas intenciones ni energías para comenzar.
Una caja de fósforos trae cuarenta unidades. No caben treinta y nueve velas en un simple bizcocho. No da un solo fósforo para encender tanta llama. Hace falta una vigilia para que tanta vela prendida no provoque un incendio.
Soy miope así que la distancia no siempre me regala claridad. De primera instancia si me preguntan por mis treinta respondería que me hice mamá y parecería que lo único que he hecho en estos años es ser la mamá de Silvio (que tampoco es poca cosa) pero no es cierto.
En los treinta amé al mismo tipo sin prisa, pero sin pausa y tuve la boda que nunca soñé. En los treinta me hice abogada más por ego que por pasión, más por justificar mis préstamos estudiantiles que por tachar algo de mi lista, más por vengarme del fracaso absoluto que se me enterró en las costillas las veces que no lo pude lograr.
En los treinta publiqué tres libros, aunque escribí mucho menos que en mis veinte. En los treinta regresé a sitios en donde fui feliz y fui feliz en sitios nuevos. En los treinta se me hizo y se me deshizo demasiadas veces el corazón. En los veinte fueron los jevos, en los treinta los huracanes, las casas, los trabajos, ser mamá.
Los veinte fueron de plumas, los treinta de caracoles, algo me dice que los 40 serán de escamas y de flores. Los veinte fueron de labios desnudos y ojos delineados. Los treinta de bembas pintadas y cara lavada.
Los veinte fueron de aferrarme a lo que nunca tuvo intenciones de sujetarme. Los treinta fueron de soltar y lo más lindo de soltar es tener de dónde agarrarse.
En los veinte aprendí que mi cuerpo no va con eso de perforarse y que para variar nos llevamos mejor con la tinta. En los treinta me tatué más que en los veinte, pero algo me dice que mucho menos que en los cuarenta. Quizás me lleno la piel de tinta, para compensar toda la que no estoy curando en papel.
Como ya no puedo ni quiero correr para no mirarme ni golpearme con otros cuerpos para no sentir, la nostalgia se me escabulle, se me acurruca si me descuido, me eñangota con su peso líquido, me susurra que algo falta.
La gente que nunca veo infaliblemente me pregunta que si estoy escribiendo. La mente de crear la tengo haciendo citas de vacunas. Las manos de escribir las tengo haciendo loncheras.
Una de las razones por las que no quería ser mamá era porque no quería escribir de pañales, babas, cacas y mocos. Pero jamás imaginaría que las palabras de mi hijo sencillamente me silenciarían. Como si ese mismo amor feroz que me hace saberme capaz de tantas cosas antes inimaginables, me atara de manos y de pies para todo lo que antes se me hacía fácil, para todo lo que en mí era natural, para lo que antes entendía como necesidad. En los treinta confirmé, reconfirmé y excedí todos mis miedos sobre la maternidad. Y no hay mayor antídoto contra el miedo que hacer las paces con él. Aún le guardo luto a aquella versión de mí que simplemente se arrojaba. Pero ya he bailado con el duelo sus cinco canciones. Quizás mi valentía no era más que ingenuidad. Quizás mi intrepidez era solo falta de reflexión. No creo que exista mayor miedo que ver algo que te sacaste del cuerpo corriendo sin frenos hacia la vida. No hay nada más hermoso y espeluznante que ver en otro cuerpecito cómo eras antes del miedo. No hay nada más peligroso y a la vez sublime que tejerle a tu más silvestre y salvaje amor, sus propias alas.
Así que, este año nuevo, que para mí realmente es el fin de una década, lo quiero empezar dejando de intentar recuperarme o reconciliarme con algo que ya no existe.
Los treinta los despido con toda la incertidumbre, pero toda la certeza. Los cuarenta los espero con la cosquillita rica que dan los principios. El año nuevo lo recibo con la hermosa calma que da lo que más se conoce. Sabiendo que esta cajita de fósforos aún contiene muchos más incendios.