De números y niños prestados.

edmaris carazo siempre jueves

“Titi, te tengo una mala noticia. El 30 de noviembre me voy a vivir a Florida. Pero no te preocupes que te voy a poder ver en verano y en navidad. Es por mi bien, como está la situación del país puede que en unos meses yo no tenga ni qué comer y yo no quiero que me pase eso.”

–Valeria Sofía, 6 años.

 

Cuando mi primer novio me dejó me dio razones grandes y de peso: “Tú no quieres tener hijos, yo quiero ser papá. Yo quiero vivir en el campo, tú quieres vivir en la ciudad. Estamos empujando un barco que tarde o temprano se va a hundir.” Teníamos 14 y 15 años. Quince años después, ambos vivimos en ciudades y ninguno tiene hijos. A mis 19 años me enamoré de un hombre mayor que yo y con un hijo. A los 21 me convertí legalmente en madrastra. Logré convencerme de que casarme con un papá, me libraba de tener hijos, que mi decisión de no reproducirme entonces no conllevaría el peso de la responsabilidad de coartarle al otro esa vocación (de tenerla). Recuerdo las caras del cura y las otras parejas en las dinámicas prematrimoniales, para profundizar en cuánto los novios se conocían y si habían dialogado lo suficiente de los temas difíciles antes del “hasta que la muerte los separe”. Y en las poquísimas cosas en las que estábamos clarísimos y éramos un frente unido era en el tema de decirle no a la multiplicación. 

 

Mi madre me cuenta que en los cumpleaños de niños, no me metía en los parquecitos de los restaurantes de comida rápida, sino que prefería sentarme con los adultos, sin interrumpir, sin molestar, sencillamente a escuchar. Me negaba a participar en los juegos, excepto en la masacre de la piñata por supuesto, pero aún así, no me metía en el revolú de los chiquillos, me quedaba atrás y mientras el resto de los invitados se halaban las greñas por los mismos dulces, yo desde atrás pescaba todos los dulces que se habían quedado rezagados, a las afueras de la contienda. En ocasiones, mis papás tenían que pedir 2 y 3 loncheritas felices y vacías, para poder rellenarlas de los frutos de mis tan poco éticos esfuerzos.

 

En los primeros 6 años de vida de mi hijastro, tuve custodia compartida con su mamá. Un fin de semana sí y otro no, lo buscaba al amanecer, le hacía desayunos con formas de muñequitos, siempre tenía burbujas para la terraza y para la bañera, me inventaba canciones, veía Finding Nemo y Happy Feet un promedio de 16 veces mensuales, le cortaba las uñas, le cambié pañales, le metí avena en el biberón cuando no quería comer nada y disfrazaba el sabor de avena molida con miel. Le enseñé el pecado de la Nutella para que comiera pan, aprendí a hacer espaguetis que quedaran de exactamente el mismo rojo que los de lata, los metía en la lata vacía para que me viera servirlos y pensara que eran enlatados, usaba los fideos de las Lipton para que se comiera mis sopas hechas de verdad, horneaba bizcochos y galletas, le enseñé a comer calabaza y acepté que detestaba la textura de la papa. Antes de que aprendiera a hablar, intenté interpretar sus rabietas, sus llantos y en múltiples ocasiones terminé tirándome al piso a imitarlo, logrando ante los ojos incrédulos de mi madre, aplacar el llanto del bebé. En muchas ocasiones también cuando su padre llegaba de trabajar, me encontraba atacada llorando porque la realidad es que estaba todo el día intentado adivinar cómo ser su madrastra, esa palabra tan fea que además de cargar todas las fábulas terribles y las connotaciones peyorativas, es la letra escarlata en la frente y en el pecho de que no hay desvelos, ni sacrificios que sanen el título que conlleva todas las preocupaciones, pero ninguna de las certezas, todos los sustos, pero ninguna promesa de futuro. En otras ocasiones sencillamente lloraba porque tenía veintipoquísimos años, no tenía idea de lo que estaba haciendo, le tenía y le tengo una fobia a todo lo escatológico y sentía que me estaba ahogando y lo peor de todo era que me aterraba que el niño se ahogara conmigo.

 

La primera vez que me dejaron sola con él, mientras el padre lavaba el carro justo al frente de la casa, en menos de 12 minutos, el bebito tenía sangre en la boca. SANGRE. Resulta que estaba jugando con un empaque de un CD y se cortó un chin la encía con una esquina. Las mamás saben que cualquier objeto en manos de un niño puede convertirse en un arma. Pero yo no era, ni soy una mamá, pareciera que ni tengo sentido de supervivencia básica, he coleccionado más moretones y cicatrices a mis treinta y pico que la totalidad que obtuve en mi niñez.


Una vez el niño me preguntó que de qué estaba hecho el cemento. Yo le dije como me decía mi mamá en respuesta a mis preguntas profundas: ay mi amor yo no sé. Me miró con la intensa decepción que sienten los niños cuando se dan cuenta de que no eres ni tan listo ni tan especial como ellos creían. Me dijo: mi mamá sabe eso, mi mamá lo sabe todo, de qué está hecho el aire y el cielo y las nubes. Le expliqué que las mamás lo saben todo, que quizás si algún día me convertía en mamá, mágicamente lo sabría todo también. Su mirada cambió a algo que interpreté como ternura, cosa que me impresionó porque siempre he considerado la ternura como una capacidad suprema que yo misma nunca he sabido desarrollar del todo y me dijo: No te preocupes, que tú sabes hacer galletitas, y eso, también es bueno.

 

Quizás mi resistencia a los niños en general tenga que ver con el mal manejo que tengo de la ternura. Los jevos que han logrado enternecerme han sido los que peor me han destrozado. Los ojos de Animé, las pieles lampiñas tipo delfín, los anacrónicos buclecitos, los pelos esos rubiones y chinos que parecen de niños después del recreo, los hoyuelos en los cachetes, y todos esos artilugios que hacen que una baje la guardia, porque después de todo, los niños son incapaces de hacer daño, ¿no?

 

Hace menos de un año, en el cumpleaños de Valeria, le pregunté a Iván (mi ex hijastro a falta de un mejor término) si a sus 13 años recordaba que yo lo hubiese regañado o castigado mucho, o incluso si me había atrevido a pegarle porque honestamente mi cerebro ha bloqueado bastante de esa época. Sin pensarlo dos veces me dijo, yo creo que no, pero muchas veces me pillaste los dedos con la puerta del carro sin querer. Quizá mi renuencia a ser mamá al final es solamente una premonición de que fracasaría, combinada con mi incapacidad de manejar la ternura. Valeria me ha dicho desde que aprendió a hablar que: “titi, ¿sabes que el amor también puede ser suavecito sin que duela” o le ha dicho a mami, “titi me ama mucho pero a veces su amor duele porque me aprieta muy duro”.

 

He leído que hay personas que no sabemos procesar la ternura. Que nuestro cerebro no sabe cómo manifestarlo y algunos tenemos expresiones dimorfas. Básicamente para poder regular esta emoción, respondemos con la expresión opuesta a lo que sentimos y esto nos ayuda a equilibrarnos. Así que la ternura nos da con morder, con pellizcar, con apretar hasta el dolor al objeto que nos provoca este impulso tan humano, de una forma tan animal. Después de todo querer comerse al amado es una forma sublime de ternura. Somos tiernos nosotros los caníbales.

 

En el 2009 quedé embarazada, parte del terrible manejo de emociones que suele caracterizarme. Recuerdo el pánico de ver aquellas liniecitas azules. El balde de agua fría del pésimo momentum y la culpa católica y potencialmente infinita de haber escogido terriblemente al donante. Todavía me parece sentir el agua rozando los lóbulos de mis orejas porque el barco se me hundía y ahora sí me parecía irremediable hundirme con él. Hubiese nacido un 30 de noviembre de ese mismo año. No le conté a Iván que tendría un medio hermano o hermana, necesitaba creérmelo y aceptarlo primero, hacerle el cuento cuando hubiese logrado enamorarme del desenlace. Dejé el alcohol, el pescado y las carnes crudas, los quesos sin pasteurizar, el Nyquil y la cafeína. Luego de unas cuantas semanas, aquel último intento de rescatar la ternura se me desangró entre las piernas un viernes santo, un 10 de abril de 2009 para ser exactos. Dos años después, el 10 de abril de 2011, para ser exactos, nació Valeria y desde ese día la ternura se me desbordó sin remedio. Y qué es la ternura sino andar con los ojos llenos de lágrimas, sentir que tus entrañas se desplazaron a otro cuerpo, que andan fuera de ti, vulnerables, que en cualquier momento se rompen, se parten, se mudan a otro país.

 

Sí, tengo una obsesión con las fechas, creo que es mi mecanismo de defensa contra los sentimentalismos. Una forma de ver lo cíclico de la vida de una manera matemática, porque duele demasiado pensar que las pérdidas son jurisdicción del azar. Por eso cuando mi sobrina me dijo que se iba un 30 de noviembre, recordé que 8 años atrás esa era mi estimada fecha de parto. Nunca he parido, pero desde antes de este 30 de noviembre tengo unas contracciones en el pecho que vienen pero no se van. Y tal como mi madre cuenta, que el parto de mi hermano le trajo todos los recuerdos de cuando yo nací, esta separación, este corte a sangre fría de un cordón no umbilical, me ha revolcado todos los dolores de cuando me separé de Iván. Y como todos los números menos los de mi banco, siempre me cuadran, a los niños de mi vida me los prestan por plazos de años, de 6 en 6. Iván ahora es un adolescente mucho más alto que yo y todavía cuando me abraza me provoca esa punzada de acero fría entre las costillas, el barrunto de que poco a poco, por los últimos 7 años un fin de semana sí y un fin de semana no, dejé de estar.

 

El tajo de Valeria todavía está fresco y como suele pasar todos los golpes y cantazos terminan aterrizando justo ahí, como acetona que entra en donde el papel cortó la piel. Por eso temo que la próxima vez que alguien que me diga, ¿a dónde? ¿a Florida? Ay nena si eso está ahí al lado, no tenga alguien cerca suficientemente fuerte como para restringir mi movimiento y prevenirme de hacerle daño físico al que intenta consolarme. Ahí al lado. Claro, porque si por la mañana tienes antojo de comerte un waffle de The Waffle House, tú vas un momentito al aeropuerto, compras un pasaje de 200 a 400 dólares con suerte, te montas en un avión, vuelas 3 horas y 6 minutos, coges un Uber y te comes el waffle y matas el antojo, ¿no?

 

Si por la mañana siento la necesidad física de olerle el cuello a mi sobrina, de verla acabada de levantar, con sus ojitos hinchados y su maranta en su máximo esplendor, solo necesito un promedio de $300 dólares, de 6-7 horas entre aeropuerto y aviones, disponibilidad en la aerolínea, tener los días libres, planificar para llegar y verla justo antes de irse a la escuelita. Sencillito, baratito y obviamente algo que podría repetir todas las veces al mes que me plazca.

Así que no, por Facetime no puedo pegarle la nariz a la pantalla y sentir su olor a playa, a lluvia y pan sobao. Por Whatsapp no la puedo buscar a la escuela y sentir que me oculta algo mientras la observo contarme que le gusta un nene por el espejo del retrovisor. No hay tecnología que me permita llevarla a mi oficina e irritarme porque le encanta pintar y conversar específicamente con aquellos de quienes nunca fui santo de su devoción. La luz del celular se comería el brillo de sus ojos cuando me cuente que se ha vuelto a enamorar por primera vez. No puedo bañarla y enjabonarle sus puntiagudos huesitos, no puedo pintarle las uñas de 10 colores distintos, no puedo rascarle los lunares y decirle que sus marcas son sucitos. No puedo morderla cuando siento que se me revienta la ternura al escucharla. Lo peor de la ternura es que te esponja por dentro y luego cuando te la quitan, el vacío se llena de agua no potable, de escombros que se pueden prender en fuego a la menor provocación.

El maldito huracán nos arrancó demasiadas cosas. Hizo que los motivo de muchos se convirtieran en razones. Nos obligó a dejar de mirarnos el ombligo. Tumbó suficientes árboles para poder ver lo que había debajo. El agua diluyó los papeles, el viento nos enseñó que aquí también se puede pasar frío y que la furia del huracán suelta semillitas, dolamas nuevas que van abriendo la tierra y la carne cuando menos te imaginas. De más está decir que a Valeria nunca le faltaría la comida y que el hambre de tenerla cerca no se aplaca con veranos y navidades. Mientras la isla cuenta los días que lleva a oscuras, yo empiezo un nuevo conteo, porque hace 25 días, a mí la luz se me fue. Y daría hasta el agua por volverla a tener prendiéndome el mundo diciéndome: tití.