Estoy pensando tatuarme un huracán en el hombro izquierdo. No sé si lo he hecho del todo a propósito, pero mis tatuajes están todos en el lado izquierdo de mi cuerpo. Quizás es una forma de balancearme, soy derecha, me encantan los zurdos y los izquierdismos en general. Sin querer queriendo todos mis tatuajes son un recordatorio de algo, de algo que quiero olvidar, de algo que suelo olvidar, de algo que no puedo olvidar.
En los muñequitos la consciencia son un angelito y un diablito encima de los hombros, usualmente tienen la misma cara del sujeto del medio. Claramente el ángel a la diestra y el demonio a la siniestra. Siniestra, una palabra tan fea como madrastra, la ironía es que he sido ambas. El angelito convence de lo bueno, de lo puro, de lo moral, el diablito tienta, burla y puya. Siempre pienso en mi consciencia en la voz de mi abuela y en las tentaciones en mi propia voz (que es mucho más ronca y profunda dentro de mi cabeza de lo que se escucha en vivo y a todo color).
Me lo haría en tonos de blanco, gris y azul turquesa. El ojo en el centro, tridimensional, como si lo miraras fijamente y casi te chupara mi propia piel. Suena morboso y quizás todo es demasiado reciente como para tomar una decisión así de perpetua. Después de todo uno no debe tomar decisiones permanentes en emociones temporeras. Pero lo de reciente y lo de temporero se me ha hecho tan ambiguo como la misma palabra temporal. A los 21 días cualquier cosa se vuelve un hábito, una costumbre, algo casi natural. Las probatorias duran 3 meses (antes de las reformas y las deformaciones). No es un tiempo aleatorio. Por años, las empresas han considerado que en 3 meses se te va a ver la costura. Que 90 días son suficientes para ver si das pie con bola. Yo adopté este esquema para mis relaciones. Tres meses dura el enchule. Probablemente en 3 meses ya has tenido alguna crisis, quizás te has enfermado, o has tenido un ataque de nervios. Después de salir con alguien por tres meses, se abre una ventana para salir corriendo. Han pasado 7 meses desde los huracanes. Huracanes, porque a veces ese plural se nos olvida y a los que llevan a oscuras desde entonces sí les hace una importante diferencia. A las 28 semanas a un feto se le empiezan a endurecer los huesos, la piel deja de ser transparente y arrugada, su sistema nervioso está lo suficientemente desarrollado para moverse cada vez de formas más complejas. Dicen algunos de los que saben que ya el bebé puede orientarse en el espacio y se le acelera el corazoncito cuando habla su mamá. Ya puede ir abriendo los ojos, aunque no pueda ver hasta meses después de nacer. Nuestro trauma ya es un bebé formado. Se nos sigue acelerando el corazón cuando mentan la palabra huracán. Seguimos entre cerrando los ojos cuando hay bajones de luz. A veces parece que fue ayer, otras tantas parece que llevamos la vida entera con miedo a llenar la nevera o a que se nos acaben los enlatados.
El recuerdo del huracán es un diablito, pero no uno de esos que invita a hacer travesuras, a coquetear y sentir más placer del debido. Es más bien un diablito melancólico, un mete miedo que nos susurra que la oscuridad está ahí soplándonos aire frío en la columna. Quizás porque me crie católica, no me atrevo a quejarme cuando se me va la luz, porque eso implica que alguna vez me regresó. Hasta ahora las veces que me he puesto tinta en la dermis han sido cosas que de todas formas no se me borran, sensaciones que se me han metido entre cuero y carne y no he podido disolver. No creo que sea una casualidad poética que literalmente, un tatuaje no es otra cosa que tinta que se mete entre epidermis y dermis y que la piel no es capaz de diluir.
Yo no me enteré de que tenía 30 hasta que cumplí 33. El huracán fue un bofetón de adultez. Un jamaqueón que me sacó de mi burbujita. Un memo que me enumeraba todas las formas en las que soy profundamente privilegiada sin jamás haberme categorizado como tal. Así que cuando no sale agua tibia de la ducha, en contra de mi creencia de vida de que las tragedias de otros no invalidan las propias, me siento agradecida de tener agua. Cuando ocurren apagones como el de ayer, no me desespero en las “no luces”. No tengo ningún sentido de dirección, (quizás porque nunca gateé), así que sobrevivo y llego a los sitos gracias a las aplicaciones de mapas del celular y a mi padre que siempre me responde, aunque esté ocupado con un gentil: “¿estás perdida?”. Ayer tenía que llegar a la editorial a buscar copias de mis novelitas que nacieron tardías (como yo) porque el huracán paralizó la imprenta, la editorial, el festival, la vida misma. Como es de esperarse cuando hay apagones, el internet se tumba cual poste, las líneas se sobrecargan y no podía ni encontrar señal para el GPS, ni sacar una llamada de emergencia a mi papá. Así que activé el GPS original, andaba por todo Hato Rey suplicándole a perfectos desconocidos que me dirigieran a buscar a mis hijos recién nacidos. El tiempo vuelve a paralizarse, las horas vuelven a ser relativas, la puntualidad se convierte en casi una sugerencia.
Decir que estoy agradecida del huracán, conllevaría un nivel de optimismo y fe que nunca me han cabido en estas sesenta y una pulgadas y media. No me he vuelto otra persona. No soy mejor. Pero ya nunca ando con el tanque de gasolina vacío. Cuento las latas de mi alacena. Hostigo a mi marido para que compre una estufa de gas. Intento tener cargados todos los equipos. Cuando se me acaba el hielo me lleno de ansiedad. No tener efectivo me parece un acto sumamente irresponsable, que aún cometo, pero reconozco como tal. Necesito tener un plan sobre cómo voy a encontrarme con mi no tan nuevo cónyuge, en caso de que nos falle el internet, la señal, los teléfonos, los carros, la gasolina, los semáforos, el país. Hacer yoga ya no me parece un pasatiempo esnob, se ha convertido en una necesidad para no echarme a llorar y en algo que puedo hacer sin aire, sin luz, sin agua, sin hielo, sin gasolina y sin efectivo.
Siempre he cocinado para alimentar tribus, aunque seamos dos gatos. Esta semana, la bruja que habita en mí hizo apenas dos tazas de arroz. La excusa oficial fue para que no se perdiera comida, la razón interior era por si se iba la luz. Y la luz se fue, se sigue yendo. Yendo, ir en gerundio, que en arroz y habichuelas significa que la acción no está definida ni por el tiempo, ni por el modo, ni por el número, ni por la persona. Mientras quede un ser a oscuras, ya sea en el medio de la montaña, en una urbanización cerrada, en una barriada, en un condominio, a la orilla de la playa o dentro de un hospital, la luz se nos sigue yendo. Cada vez que me entero de que no voy a ver crecer a los hijos de mis amigos, cada vez que alguien me cuenta que perdió el trabajo, que cerró una escuela, cada vez que dependo de que mi sobrina conteste el dichoso Facetime para poder verle la carita y sus nuevas mellás… La luz se me sigue yendo.
No me parece prematuro tatuarme un huracán. En realidad es más una medida preventiva. En 42 días empieza la temporada innombrable. Quizás así me da tiempo de ponerme el huracán en el hombro y sacármelo del pecho de una puta vez.