Mi primer trabajo “de verdad” fue de “hostess” del fine dining de un hotel de lujo. El entrenamiento duraba veintiún días, bajo la premisa que he repetido hasta el cansancio de que a las tres semanas cualquier cosa se vuelve un hábito para siempre. Recuerdo sonreír y sospechar de esa cultura que me daba un no tan leve olor a secta. Por si aquello fuera poco, hablaban del fundador del hotel como el inventor del servicio. Ahí confirmé que me había metido a club de gente loca porque en mi mente de dieciocho años recién cumplidos el servicio no era algo que se inventaba. El servicio era algo natural e innato de la gente, un comportamiento humano que no había que inventar ni mucho menos dedicar tres semanas de adiestramiento para reconfigurar los cerebros de los nuevos empleados. Hoy me da ternurita aquella ingenuidad.
Quince años después, cuando alguien me dice: “gracias”, yo respondo con “un placer”, cuando alguien me pregunta dónde está el baño, en vez de apuntar con el dedo, los acompaño a la puerta. Intento hablarle a los clientes y suplidores utilizando sus nombres, me refiero a los desconocidos como: “dama” o “caballero” y sin querer queriendo me sale el servicio natural y el anticipar las necesidades de la gente casi casi como un reflejo.
Tal vez por esto mismo no soporto a la gente que trata mal a los meseros y a los profesionales del servicio en general. Y también por esto si alguna vez tengo hijos no van a tener ningún tipo de opción y van a verse obligados a trabajar en algún restaurante, aunque sea por un par de veranos. Creo firmemente en que trabajar en la industria del servicio es necesario en la formación de una persona, así como los estudios de las matemáticas básicas y de las humanidades.
Sin embargo, entender el servicio y vivirlo (gozarlo y sufrirlo) en carne propia tiene unos efectos secundarios permanentes. Uno siempre extraña de alguna manera aquellos años de caos, intensidad, malos tratos, largas horas, turnos locos y la capacidad de salir todos los días con dinero en efectivo. El contacto directo con la gente, que enloquece, desespera y enriquece a la mismísima vez. Pero también uno está demasiado consciente cuando sale de las cosas que están mal. No me malinterpreten, yo dejo 15% de propina por defecto a menos que me traten abiertamente mal. Porque sé lo que es ganar menos de cuatro o cinco dólares la hora. Porque recuerdo claramente que hay muchas cosas que el mesero no puede controlar. Porque sé separar errores humanos, falta de preparación, ignorancia y un mal día, de mala actitud y falta total de iniciativa.
El servicio no es natural. Los animales no se sirven entre sí. Es un error garrafal pensar que cualquier persona puede tener un restaurante. No basta con saber cocinar, con saber manejar un piso, con saber supervisar personal, con saber construir tablitas en Excel, ni entender cómo se hace una compra o un prep. Se nota a mil millas de distancia cuando alguien tiene un restaurante porque puede, y porque puede muchas veces significa que papi y mami le montaron el juguete, o que vivimos en tiempos donde tener un restaurante parece cachendoso y da standing. Cuando la realidad es que tener un restaurante es como ser capitán de un barco y a la misma vez estar a cargo del entretenimiento, el house keeping y la comida del crucero.
Calidad y servicio deberían ser los pilares de cualquier negocio. Pero a la gente hay que enseñarla. Esto es un oficio, una profesión. No podemos partir de la premisa de que a todos nos educaron igual en nuestras casas. Hay que enseñarle al personal a decir buenos días, buenas tardes, siempre, todas las veces. Hay que exigir que se haga contacto visual con la persona que está en la puerta, no importa el arrolle que haya dentro. Se cae de la mata que no se contesta un teléfono si hay una fila de personas frente a ti. El cliente que está mirándote a los ojos, siempre es prioridad por encima del que llama por teléfono. Maneja las expectativas de la gente, si falta algo esencial en tu menú, déjales saber de antemano. ¿Qué pasó con servir agua en las mesas? Todavía me choca tener que pedir que traigan agua de la pluma a los comensales. No importa si es una fondita o un restaurante de lujo, hay que limpiar mesas, poner cubiertos, dar menús, traer agua. Pareciera algo automático, pero no puedes contratar a alguien cuyo único contacto con el servicio era entregar pizzas o trabajar en un fast food y partir de la premisa de que los pasos del servicio son innatos, porque claramente no lo son. En las mesas siempre tiene que estar pasando algo, si hay vasos vacíos, hay que llenarlos, si la gente no está comiendo, hay que traerles comida o al menos entretenerlos. Esa cultura de que, si la mesa no la estás atendiendo tú, pues la ignoras, se puede corregir, se corrige entrenando y si entrenando no funciona, se cambian las propinas a un pote hasta que aprendan que un restaurante funciona solo si se sirve en comunidad. Últimamente me pasa a cada rato que traen los aperitivos a la vez que el plato principal como si fuese natural, sirven la mitad de la mesa y la otra come cuando los otros terminaron. Estoy hablando de lugares bonitos, sitios de brunch a $30 por cabeza, y en especial en el nuevo fenómeno de restaurantes que manejan mejor sus redes sociales de lo que logran hacer en la cocina y en el piso.
Servir no es un favor. Todo lo contrario, es un trabajo difícil y hacerlo bien es un arte y una verdadera jodienda. La gente puede ser imposible. Quieren hacer sus propios menús, tardan en pedir y luego tienen prisa, hacen reservaciones y no llegan, cuestionan los precios sin tener la menor idea de lo difícil que es conseguir buenos productos, pagar personal, renta, luz, agua, impuestos y todo lo demás. Ven que hay gente esperando mesas y se quieren quedar a acampar sin consumir. Se comen el plato entero y dicen que no les gusta porque no quieren pagar. Se toman veinte palos y después juran y perjuran que no lo hicieron, te tratan como idiota, y muchas veces te faltan el respeto. Como digo una cosa digo la otra, no hay razón para aguantar humillaciones. Si usted no sabe comportarse y tratar al equipo que está dándose a la odisea de tarea que es darle una experiencia completa y agradable con respeto y gratitud, pues mejor cocínese usted mismo, pida una pizza u ordene por el servicarro de un fast food para que tenga el menor contacto con la gente posible. Si no tiene una buena experiencia, quéjense, pero sea justo, no diga que todo está bien en la mesa y luego ponga un review terrible en las redes sociales que le destruya la reputación a personas que están dejando literalmente el pellejo para echar pa’lante. La crítica solo vale la pena si es en ánimos de construir. De lo contrario es envenenar la comida que no va a comerse y eso, es un comportamiento típico de ratas y otros roedores.