La palabra que más trabajo me da escribir en el idioma español es decisión. Siempre dudo. El ritual ya es inevitable, me digo, decidir es con c, así que es ce primero, ese después, y luego me repito por vez billonaria, es exactamente como se escribe en inglés, pero con acento en la o. Una vez leí que no saber qué decidir es siempre un buen problema. He intentado vivir consciente de que tristemente es un privilegio en muchos lugares del mundo, e incluso en mi propio país. He podido decidir qué estudiar, dónde vivir, con quién casarme, divorciarme, si quiero o no reproducirme, cambiar de carrera, volver a cambiar de lugar de trabajo, en dónde vacacionar, comprar o no comprar una propiedad y la dulcísima decisión de qué me quiero comer al menos tres veces al día. Usualmente, como con la mayoría de las cosas, las decisiones pequeñas me dan muchísimo más trabajo que las magnánimas. A veces tardo más en escoger unas pantallas que un destino de vuelo. Me cuesta más decidir si asistir o no a una actividad por compromiso, que celebrar una festividad importante para todos en el otro lado del mundo. Demoro más en evaluar si ir o no a yoga la próxima mañana, que en romper una relación para siempre. (También tengo una extraña y alarmante capacidad de cortar cuando me lo propongo, pero eso es otra historia.)
Sin embargo, siempre me ha sorprendido que las decisiones más importantes de la vida hay que tomarlas con muy poco tiempo de investigación, con muy poco conocimiento de causa, en las edades donde no estamos capacitados, firmando papeles que no entendemos, amarrándonos por más años de los que hemos vivido.
Podemos conducir un automóvil a los 16, y escoger una carrera y el gobernador de un país a los dieciocho. En mi caso la carrera se escogió a los diecisiete porque cumplo en noviembre. Yo sabía que me gustaba escribir, pero en Puerto Rico no se estudia para ser escritora. Mi orientadora o desorientadora como le decíamos, me dijo que fuera profesora de literatura, que para eso tenía que estudiar pedagogía. En español sería maestra como mi mamá, cosa que admiro con embeleso al sol de hoy, pero que no tengo ni una milésima de la paciencia que se requiere para esa encomiable y malagradecida vocación. Tuve la fortuna de que la entonces esposa de un amigo de mi papá fuese profesora y me sacara una cita con el decano de Estudios Hispánicos de la UPR. Y ahí mismo cambió mi vida. Yo sabía que iba a estudiar literatura pensada y escrita en español, de alguna manera eso me llevaría a ser profesora de literatura en algún futuro lejano y con suerte en el proceso podría dedicarme a leer y escribir. Yo escogí una concentración sin haber escuchado una sola clase en ese recinto, sin ver un prontuario, sin hablar con otros estudiantes, sin haber siquiera pasado por la iniciación de matricularme y buscar estacionamiento en la iupi.
Y así tomamos todas las decisiones trascendentales, a vuelo de pájaro, desinformados, confiados, con la esperanza subconsciente de que alguna parte del sistema de alguna extraña manera obrará a nuestro favor. Compras un carro que con suerte has guiado siete minutos. Te sientas en él, acomodas el asiento, ajustas los espejos, hueles la tela o el cuero, miras hacia atrás como si hablaras con tus pasajeros imaginarios, como si fueses a estacionarte en paralelo. Entonces abres el baúl, piensas en la compra, en los bultos del wikén. Preguntas si lo tienen en negro, si lo puedes ver en rojo. Entonces a esperar. Pasas más tiempo llenando papeles y esperando una aprobación que el tiempo que pasaste dentro de él. Firmas que vas a pagar veinte mil, treinta mil dólares, por este medio de transportación que ojalá fuese un lujo, pero no lo es. Probablemente eso es lo que te ganas en un año o en dos, seguramente no tienes esa cantidad en tus ahorros, pensaste que pagarías doscientos, trescientos dólares, pero no pensaste en los impuestos, en que tu crédito no es ideal, en que tienes que ponerle un seguro, comprar una tablilla. Firmas y firmas y celebras que te lo aprobaron. Pagarás quinientos dólares mensualmente, más la gasolina, más el marbete anual, por los próximos, tres, cuatro, cinco, siete años de tu vida. Quizás pasaste medio día en el dealer, y apenas 7 minutos dentro del carro aquel. Con los meses descubres que entre los asientos de tu carro hay triángulos de Bermudas que se chupan tus cosas. Que es imposible llegar a ciertas zonas entre un asiento y el otro. Te enteras de que la pintura negra se ensucia más que el resto, que el cuero calienta, que de la compra no te cabe ni la mitad, que necesitas alquilar una guagua si te quieres mudar.
Igual las casas. Estrangulas tu futuro, lo amarras por treinta años a unos contratos que no se rompen para vivir en la casita de tus sueños, en la urbanización que querías o en la que podías pagar. A veces después de firmar los papeles de la hipoteca, que son horas de firmas, llegas a una casa que casi no recuerdas, que no se ve igual que en las fotos. Porque las casas también se ven con prisa, a veces siquiera sin luz. Te pasean por los cuartos, te enseñan los baños, la marquesina, la terraza. Uno intenta detener el recorrido que va en piloto automático, abrir gavetas, ver si las ventanas son funcionales, inspeccionar que no haya goteras, manchas de humedad, losetas rotas. Entonces te enamoras del concepto. Cuatro cuartos, dos baños y medio, espacio para piscina en el futuro, marquesina para tres carros, pagarías lo mismo que pagas alquilado, pero la casa sería “tuya”. Y decimos que sí. Celebramos, y nos mudamos a una urbanización que nunca recorrimos del todo, que no sabemos quiénes son nuestros vecinos, que no hemos conversado con el cartero ni sabemos qué día hay que sacar la basura.
Y ni hablar de los nombres de los bebés, escogemos un nombre para un bebé que aún no conocemos, una personita en formación que no tenemos la menor idea de cómo será, si el nombre será congruente con su carácter, con sus facciones, con sus manierismos. Entonces viene la pregunta del huevo o la gallina, ¿somos como somos por cómo nos nombraron? O seríamos una persona totalmente diferente si papá hubiese tenido más opinión o si la abuela no se hubiese muerto ese mismo año de nuestro nacimiento. Y la última de las terribles decisiones, qué hacer con el cuerpo de tus muertos. Debería ser ilegal tener que tomar decisiones económicas en el extremo proceso de duelo de perder a un ser amado. Mirar cajas y sentir la obligación de escoger de entre los precios medianos o altos, porque no vas a enterrar a quién tanto amaste en la caja más barata del mercado, como si hiciese alguna diferencia. Como si comprar tarjetitas y poner salmos le hiciera un homenaje congruente a un ser que te acarició por años la existencia.
Quizás por eso tengo problemas con las personas cotidianamente indecisas. Yo me tardo decidiendo las minucias, pero me las saboreo. Disfruto eliminar, reducir las posibilidades a tres opciones. Cerrar los ojos e imaginarme a qué saben las cosas, cómo me voy a sentir en esa silla del teatro, de qué ángulo se disfruta mejor un concierto, si quiero desconectarme para reconectarme en un campo, en una playa o en el centro de una ciudad. Escoger siempre es renunciar. La renuncia no tiene que ser permanente, pero siempre es esencial. Es lo que separa a los niños de los adultos. Esa capacidad dolorosa de medir, de hacer listitas de pros y contras, de escoger sabiendo que un sí a una cosa es siempre un no a la otra. No en balde existe la aboulomanía. Ya a estas alturas se sabrán de memoria mi obsesión por las fobias. Los aboulomanos, están patológicamente incapacitados para tomar decisiones. Los he conocido, e incluso tristemente los he amado con dolorosa intensidad. Con la edad también se aprende, que es de locos escoger seguir amando gente sin voluntad.
Quizás por eso me dilato en las decisiones pequeñitas. Rumio con calma el color que usaré todo el día, paso casi dos minutos escogiendo el perfume, decido las rutas dependiendo si lo semáforos se ponen verdes o amarillos. Gasto partes ridículas de mis tardes escogiendo lo que quiero ver en la tv. Y en mis mejores momentos, a veces tengo que esperar a que todo el mundo ordene el primer round, para escoger mi licor. Obligo a los que comen conmigo a ordenar cosas distintas para probar más cosas en el menú. Uno le busca la vuelta a decidir, para que sea menos definitivo, para que se sienta menos reja y más ventana. Mi abuelo paterno, con quien no compartí lo suficiente pero ahora en retrospectiva pienso que, si no hubiese sido mi abuelo, probablemente habríamos tenido una genial amistad. Compartíamos gustos por músicas, estilos de vida y espíritus destilados, que la vida no nos dio el tiempo para elaborar. Sin embargo, recuerdo que me enseñó dos cosas: a echarme agua caliente en los bajos de mi vientre para aliviar el dolor de menstruación y a que las decisiones importantes había que darles un mínimo de 24 horas. Consultarlo con la almohada, enfriar la cabeza, dejar que suba la marea y volverlo a enfrentar. Y si después de todo eso, todavía no habías decidido, pues tomabas 24 horas más hasta que te sintieras cómodo, porque por una decisión tardía, el mundo no se va a acabar, pero por una acelerada, quizás tú sí.