Debo llevar 16 años visitando el ginecólogo. Antes de que saquen calculadoras y hagan adivinanzas sobre mi precocidad, de chamaquita sufría de quistes. Así que desde muy temprana edad he mantenido una extraña relación con mi sistema reproductivo. Le he tenido: miedo católico, curiosidad adolescente, respeto post púber, desconfianza juvenil, agradecimiento adulto y un reciente resentimiento. Dicen que uno solo se enamora tres veces en la vida, a mí no sé si me dan las cuentas. Pero, sin embargo, solo me han tratado tres ginecólogos. El primero, heredado de mi madre, las mismas manos que me sacaron (aunque con fórceps) de las entrañas de mami, fueron las mimas manos en regalarme mi primer Papanicolaou. Así que nos unía un raro vínculo de metal y entrepierna. Ese señor también fue el doctor de otras mujeres de mi familia, mis tías y hasta mi abuela, que cuando ya había perdido la memoria, todavía quedaba el riesgo de que algo se le reventara en aquel útero jubilado y solitario. Recuerdo escuchar los gritos de mi abuela desde la sala de espera. Le decía que ella no era gallina para que la estuviesen trasteando y que a quién se le ocurría ser doctor “deso” teniendo unas manos tan grandes y unos dedos tan gordos.
El segundo fue casi un “one night stand”, no tenía plan médico, fui a Pro Familia y me mandaron a un CDT, me hicieron el pap en una camilla dentro de una sala donde había más pacientes, y solamente nos dividía una frágil cortina que parecía de baño. Era un viejito y solo me acuerdo de que me preguntaba que si ya yo era “mujer” y yo honestamente creía que me estaba preguntando por mi menstruación a mis veintipico. ¿Será que del segundo una nunca se acuerda mucho? Luego regresé a mi primero, reincidente al fin. Pasamos años cruciales, me encontró células precancerosas, me dibujó una escalerita, al final tenía una florecita que simbolizaba la muerte, estaba a dos escalones de la palabra cáncer y yo estaba justo en el escalón anterior. Pre-cáncer. Uno pensaría que antes del cáncer está la salud, pero no, hay un limbo, un cuido, un maternal antes de la escuela, una salita donde no se aprende demasiado, pero no se parece a la casa de uno y uno sencillamente tiene la opción de esperar. Eso me dijo, esperamos seis meses, volvemos a chequear. Quizás no es nada. Como las probabilidades no suelen estar a mi favor le dije que no, que la espera no es para mí, que no iba a vivir seis meses muriéndome del miedo. Me dijo que yo era joven, que no tenía hijos. Le dije que si me moría no podía tener hijos. O bregaba él o me buscaba otro. Él, muy bien portado, me quemó el área con hielo. Ajá me congelaron las células anormales. Matar células, para salvar células. Fue básicamente otro hermoso Papanicolaou, con la única diferencia de que en vez de pellizcarme el cuello del útero me lo congelaron. Supuestamente fueron minutos, yo juro que estuve una hora acostada sintiendo que estaba conectada a un tanque de helio por mi mismo vértice y que en cualquier momento podía salir flotando o peor aún que si se olvidaban de mí y me dejaban ahí y me movía, podía romperme yo misma por dentro sin posibilidad de remiendo. Fue incómodo, por supuesto. Luego estuve días derritiéndome sin remedio.
El tercero es el actual. Es el hermano del primero. Lo sé, suena a una decisión de una persona de moral distraída. Sin embargo, este tiene bigote y es un charlatán. Debe ser mayor que el primero, pero me hace chistes y tiene una actitud más relajada hacia el sexo y el cuerpo en general. Se me hace más fácil hacerle preguntas. Es feminista y me contesta mis dudas diciéndome: si yo fuese mujer usaría tal método o me pondría tal cosa. La verdad es que ya al otro lo asociaba con escaleritas de cáncer, hielo en el útero y embarazos sin despegue.
Esta semana, como todos los años, me tocaba mi cita para Papanicolaou, dicen que el nombre es por un médico griego, a mí me parece una estrategia publicitaria para que suene a una mezcla de Papa Noel y San Nicolás. Lo único que tienen en común es la cosa de que es una vez al año. Pero las mujeres no esperamos la prueba con ningún tipo de ilusión. Llego al hospital, que tiene un estacionamiento multipisos donde solo en el quinto se pueden estacionar los pacientes y los visitantes. Todas la veces que voy, me monto al ascensor y juro y perjuro que es en el tercer piso. Cuando me bajo en el tercer piso, veo que no es ahí, que me equivoqué de nuevo, me vuelvo a montar en el ascensor con el mismo amor, bajo al piso principal para mirar la tabla con los nombres de los médicos y maldecir mi memoria porque es en el cuarto piso y solo hubiese tenido que bajar un piso. La secretaria está por retirarse, en algún momento fue compañera de trabajo de mi abuela, porque mi abuela no solo es prima de mi doctor (y el hermano), sino que fue su secretaria por largos años. En teoría yo tengo algún tipo de trato especial. Sin embargo, luego de saludarme y regañarme porque nunca guardo la tarjeta con el número de mi archivo médico y entonces ella tiene que ponerse a buscar, me pregunta por mi abuela y en el tono más casual del mundo, me dice: ah pero si tú te tenías que hacerte la prueba otra vez. Para récord, yo me hice la prueba en mayo del año pasado, así que estoy tres meses tarde. Pues nada, que me la tenía que repetir, a los seis meses. Obviamente fue culpa del huracán. No había comunicación, me dice. Yo hice yoga a las seis de la madrugada, hacía menos de treinta minutos yo estaba en Namasté. Saco cálculos, pienso que esas pruebas tardan dos semanas, como tarde, los resultados le llegaron en junio. El huracán fue en septiembre. Tenía que hacerme la repetición en septiembre, pero ellos tenían que notificarlo en junio. Yo hubiese estado tan cagada como me estoy sintiendo en este preciso momento, así que tan pronto hubiese luz en el hospital me lo hubiese hecho, digamos en octubre, hace diez meses, como dice mi no tan nuevo cónyuge, nueve meses son un embarazo, una vida. Lo mío nunca ha sido esperar. Así que orino como tres veces en la hora que estoy en la sala de espera. Porque siempre pienso que me voy a mear encima estando en la camilla, en parte por el frío, en parte por la incomodidad, en parte por el miedo.
El otro día un compañero de trabajo fue al urólogo por primera vez. Ni siquiera fue para hacerse la prueba de la próstata. Fue para una consulta porque lleva años intentando tener bebés con su esposa y no lo han logrado. Estaba genuinamente afectado. Me decía que yo no entendía. Yo le pregunté si le habían dado una bata de papel, de las abiertas al frente, de las que no te tapan tres carajos y suenan cuando tiemblas encima de la camilla. Me dijo que ni eso, que había llegado allí, el doctor le había dicho que se bajara los pantalones y ahí mismo le “trasteó” sus partes sin aviso, con las manos frías, como si fuera un apretón de manos. No quise ser condescendiente. Experimentó esto por primera vez casi a sus cuarenta años. A veces es más difícil bregar con las experiencias traumáticas mientras más adulto se es.
Tengo amigas que van a mi mismo médico que abiertamente me han dicho que no han hecho la cita anual porque han engordado y saben que el médico las va a regañar. Porque esa es la cosa, a pesar de que el asunto es para unos temas todo un tabú, para otros es tan normal, que uno en vez de preocuparse por los resultados, porque la salud es fácil darla por sentado cuando se tiene, una piensa en depilarse, bajar de peso y hacerse una pedicura antes de ir a hacerse el pap. Mi marido no entendía cuando dije carajete no me pinté las uñas de los pies. Me preguntaba si iba a ir al ginecólogo o al podiatra. Le sonreí con ternurita, claramente nunca ha tenido la experiencia religiosa de que te digan: “bájate más, bájate más, mientras te deslizas al borde de una burra y te ponen una lámpara y una lupa gigante para examinarte lo que te enseñan toda la vida que tienes que taparte. En mi caso, me hacen preguntas sobre mi familia, mientras me hacen una mamografía manual y me hacen cuentos de mi abuela mientras con las manos me exploran los ovarios y la matriz.
Una amiga hace años me contaba que en una de estas múltiples conversaciones que tenemos sobre por qué no calientan el espéculo o por qué no usan lubricante para el tanteo, una amiga le preguntó con la naturalidad del mundo que si su médico no la “ayudaba”. Ante la cara de espanto y confusión de mi amiga, la chica le explicaba que su doctor la estimulaba, para que no molestara tanto… Este individuo todavía tiene una práctica y probablemente sigue “ayudando” a pacientes que piensan que es una parte estándar de un examen ginecológico básico. Disclaimer: si su médico la estimula, entiéndase masajea su clítoris para que las pruebas sean menos incómodas, su doctor es un agresor sexual y debe denunciarlo de inmediato.
Detesto pensar que todo es más difícil para nosotras, pero lo es. Se supone que nos hagamos un pap anualmente desde los 21 años. El mero hecho de estar activas sexualmente nos expone al virus de papiloma humano, que aunque la mayor parte de la gente lo padece en algún momento de su vida sexual activa, en nosotras puede terminar desencadenando en cáncer del cuello uterino, cosa que claramente no padecen los hombres porque no tienen matriz (la vacuna no protege de todas las cepas y se puede contagiar aún usando condón). Tengo 33 años, llevo 16 pruebas sin contar las que me han tenido que repetir por algún resultado que no haya sido claro. Esto puede ser porque se contaminó la prueba al realizarla, por razones hormonales o por alguna cicatriz o raspazo interno que muy bien puede haber sido ocasionado por algo placentero. Sin embargo, a pesar de llevar más de una docena de exámenes, a mis 33 me aterra aún más. Quizás porque no suelo mencionarlo, pero mi tía se murió de cáncer a mi edad y desde el pasado 25 de noviembre todo tiempo se siente robado. Hasta el año pasado yo aguantaba casi la respiración mientras me examinaban, como llevo un año practicando yoga ahora hago la respiración ujjayi y sobrevivo de cinco en cinco respiraciones sonoras. Como ya soy una mujer “madura” buscando bebés, a la prueba le suman un sonograma transvaginal, sí, como suena, te chequean la pelvis por dentro, usando un aparatito mucho más grande que un tampón o que el espéculo mismo, un submarino que navega para tomarle fotitos a tus ovarios maduros y a tu útero vacío.
Mientras tanto inhalo y exhalo a través de la nariz haciendo ruido con la parte de atrás de la garganta, sí como Darth Vader. Mientras tanto, les suplico que se chequeen, molesta con cojones es cierto, es injusto y es una mierda, pero chequéense, que no hace falta dejar que otro motivo caprichoso nos siga exterminando.
Demás está decir que en dos semanas llamaré a hostigar a la recepcionista, a la enfermera y a mi médico hasta a su propio celular. En el fondo, sigo siendo un número de archivo que da trabajo buscar.