En estos días, un amigo que conozco hace más de una década, urgía a que apagaran las notificaciones de los Memories de Facebook, incluso incluía un tutorial con imágenes de cómo hacerlo. Presumí que tenía que ver con que está atravesando un proceso de divorcio y recuerdo vívidamente cómo los recuerdos y las preguntas hincan como agujas frías en el centro de donde a uno le duele. Tuve el impulso de decirle que apagar las notificaciones no borraba lo vivido. Que ese botón al final no aliviaba, sino que simplemente era una herramienta de negación. El cuerpo mismo tiene esos mecanismos de defensa. Todos tenemos algo que quisiéramos olvidar. Rara vez es un momento aislado, porque la vida en general es una cadena de decisiones y sus consecuencias, mezcladas con cantidades industriales de azar y condiciones que están totalmente fuera de nuestras manos. Si la experiencia es suficientemente traumática, el cerebro bloquea esa memoria (apaga la notificación del subconsciente como si fuera un botón de Facebook). A esto se le llama disociación. En términos químicos, es separar los componentes de una sustancia. Separar una cosa que estaba unida a otra. Desconectamos nuestra identidad del suceso, como si lo hubiese vivido otra persona, como si hubiese sido un sueño lejano. Hay épocas enteras de mi vida, de las cuales tengo muy poquitas imágenes. Mi subconsciente aparentemente intenta protegerme de lo vivido. Es como cuando bebes de más y al otro día no te acuerdas. Lo he vivido más veces de las que podría sentirme orgullosa y es de las peores sensaciones del universo. Levantarte sin saber dónde estás, cómo llegaste ahí, y mirar a todos lados rezando (aunque te cantes ateo) que estés en la cama que es, con la persona que se supone. Meterte a bañar e ir recuperando cantitos de noche. Andar el día entero con flashbacks incompletos. Sé de gente que cree firmemente que el “borrar cinta” es un mito, una leyenda urbana para limpiar lo hecho, para absolver los pecados alcoholizados. Pero no lo es. Lo he vivido casada y bebiendo en mi propia casa, sin tener nada que querer olvidar a propósito. Aún en ese caso, me van llegando pedazos de conversaciones a medida que voy viendo, oyendo, oliendo, saboreando, tocando gente y cosas durante el día.
Quizás por el olvido de mi abuela, olvidar a propósito me parece una atrocidad, un desperdicio de salud mental. Yo confieso que busco a propósito los Memories de Facebook. Me conmueve ver cómo Valeria ha crecido en siete años que se sienten como meses. Alucino con lo cíclica que soy, con cómo muchas veces los estatus que escribí reflejan exactamente el mismo estado mental o emocional en el mismo día con años de diferencia. Puedo ver la gente que ha sido constante, la que ya no está, los que ya no son mis amigos, ni en Facebook ni en la vida real. Me pregunto constantemente qué habrá pasado con esa pieza de ropa y a veces hasta tengo puesta la misma ropa que en la foto de hace cinco años atrás. También admiro lo bien que me veía hace una década, sin embargo, recuerdo todos los complejos que tenía en lo que ahora reconozco probablemente como mi mejor momento, rememoro con claridad lo gorda que me sentía o como estuve halándome el traje la noche entera. En mis memorias de hoy mismo, por usar un ejemplo concreto, veo que hace un año estaba con una sonrisa que se me desbordaba porque estaba en Moorea, una isla de French Polynesia que jamás soñé con pisar y que era tan irrealmente hermosa que sentía que estaba alucinando. Inmediatamente, también recuerdo que tuve que recorrer la islita en una motorita que me aterrorizaba, que amanecí con mucho dolor de menstruación y que cada vez que la gente me preguntaba de dónde era, cambiaban la cara y nos decían que esperaban que nuestras familias estuvieran bien, porque acababa de pasar Irma y María venía en camino. Veo que un día como hoy hace seis años le pedía a la gente que me ayudara a encontrar un apartamento en Santurce, “preferiblemente 2 cuartos, 2 estacionamientos, con balcón y/o terraza, equipado, listo para mudarse. Att. Una nómada en apuros”, al leerlo sé que en ese momento ya había decidido convertir al que hasta entonces era mi #notannuevojevo en #elconcubino y no puedo evitar sonreír. Por otro lado, hace 8 años compartía una de las cosas más tristes que he escrito en mi vida: “Duelo al vuelo”, un blog que pujé a lágrima viva de principio a fin, llorando la partida de Julio que se me había escapado en un paracaídas y desde entonces, ocho años después, no puedo escuchar “Calaveras y diablitos” sin que se me agüen los ojos, no tengo más remedio que irme de cualquier conversación que tenga que ver con paracaidismo y tengo infalibles ataques de pánico cada bendita vez que me monto en un funicular. Hace nueve años, un amigo descubría mi blog y la vida es tan redonda, que leyendo los comentarios de mis entradas, llegó al blog de una amiga que me leía y me contestaba, y se enamoró de sus letras, y yo los presenté, terminé siendo dama en su boda y he podido hasta oler y besar a sus dos hijos, aunque vivan en Texas casi una década después.
Hoy me puse una falda de estampado de jirafa. Me cohíbo bastante de usar animal print porque pienso que mis facciones y estructura tienden demasiado al vedetismo y rayo en lo vulgar con facilidad. Siempre que me la pongo alguien le echa flores, ahí yo digo que es más vieja que el frío, porque nunca se nos da bien recibir halagos y solemos quitarle el crédito a la flor. Tengo sumamente claro que me la regaló mi primer marido, que sería muchas cosas, pero tenía un gusto impecable. Sé que la compró en una boutique en Montehiedra, me consta que intenté botar casi todo lo que me había regalado (otra forma de presionar el botón del olvido). Sin embargo, luego de meses de buscar trabajo, cuando tuve que renunciar y quedarme desempleada por primera y única vez por haber entrado a la escuela de derecho, luego de vestirme de ejecutiva y plancharme el pelo para entrevistas que no conducían a nada, decidí ir a un job fair en la universidad, tomé la decisión de no disfrazarme, de ir despeinada, de no vestirme tradicionalmente y ponerme mi falda de jirafa, y esa misma noche, recibí una oferta de empleo. Así que por eso la falda sobrevivió la inquisición, se convirtió en una falda que me cambió la suerte. Anoche, mi no tan nuevo cónyuge se ofreció a echarle vapor a la falda, me dijo que no me la podía poner, porque se le había roto el ruedo. Me hice la sorprendida, pero ya yo lo había notado. Me niego a desecharla, ella se redimió conmigo, le perdoné su origen, me sirve de boya, me mantiene a flote, me recuerda que alguna vez estuve a punto de ahogarme y me impide tocar fondo, de nuevo.
Hace 7 años, en el mes de septiembre hubo un huracán llamado María. Apuesto a que nadie se acordaba. Yo lo sé por los dichosos Facebook Memories. Entiendo y abrazo casi todas las etapas del duelo. Pero no podemos quedarnos en la primera etapa un año después. Después de todo, el (los) gobierno(s) han decidido quedarse en la negación hasta que nos venza el cansancio o el olvido, lo que nos llegue primero. Si hay que escoger quedarnos en alguna, yo escojo el coraje, la ira, la indignación. No se vale apagar el botoncito y olvidarnos de nuestros muertos. La aceptación no puede venir en forma de memes burlones de nuestra histeria ante los próximos huracanes, mientras hay boricuas durmiendo y rezando debajo de toldos azules. No pueden tirarnos papel toalla para que breguemos como podamos nuestras lágrimas, mientras nos venden como una historia de éxito de cómo manejar una crisis. Yo, mientras me quede una gota de rabia en las venas, me rehúso vehementemente a olvidar.