#ForeverFanEnamorada

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A mis nueve o diez años me enamoré por segunda vez de un hombre mayor. Estuve enamorada a lo adivino de un vecino que vivía frente a mi casa, que se llamaba igual que mi hermano, mi padre y mi abuelo. En mi mente me llevaba 20 años, en la realidad me llevaba menos de diez, pero las diferencias de edad son bien relativas, dependiendo del momento de la vida en la que uno se encuentre. El segundo hombre del que me enamoré perdidamente fue Enrique Martin Morales, Kiki, mejor conocido como Ricky Martin. Cuando estaba en sexto grado, un 18 de noviembre, a una semana de mi cumpleaños, vino en concierto al Centro de Bellas Artes, mis papás me compraron taquillas en la silla 17 de la primera fila. En absolutamente todas las fotos yo estoy sentada en el mismo borde de la silla con el cuello estirado hacia arriba en total éxtasis. Tenía una falda floreada y una camisa turtle neck blanca cortita. En esa sala, hay una fosa, normalmente se sientan personas a quienes les regalan las taquillas, medios, familiares de producción, artistas, etc. Los boletos que sí salen a la venta no son numerados y son los más caros del salón. Justo después de la fosa hay un murito que divide y empiezan el resto de las filas de los mortales. Mi papá tenía amigos en Bellas Artes que le choteaban si en el concierto habría o no una pasarela que cortara la fosa por la mitad y aterrizara justo en frente de la primera fila, de la silla diecisiete para ser exactos. Así que, por dos horas, a mis diez años yo estuve literalmente a los pies de Ricky Martin en su concierto a Medio Vivir, teniendo que recordarme cada cierto tiempo que debía respirar. Al final, mis papás me tenían una sorpresa, me iban a llevar al camerino. Me encantaría narrar los detalles de ese primer encuentro, pero honestamente si no fuese porque hay una foto, donde aparezco chiquita, chinita, con los dientes alambrados y la felicidad desbordándoseme por los ojos, pensaría que todo es un cuento, porque me fui en blanco, no recuerdo nada. Mi madre cuenta que salí pálida, muda, que me hacían preguntas y no reaccionaba, que luego fuimos a comer y casi al final de la comida, suspiré y empecé a hablar, a decir que era hermoso, que era altísimo, que olía a talco de bebé, que me puso la mano en la cintura a pulgada y media de mi ombligo (tenía una cintura mínima en ese entonces) que era lo más increíble que me había pasado y que era la nena más feliz del mundo.

 

Cada vez que pasaba por una fuente (porque siempre he sido supersticiosa hasta la médula) y lanzaba una moneda, pedía que se me repitiera la suerte. Que pudiese tenerlo de nuevo de frente, pero sin la mudez, sin esa súbita timidez que me petrificaba como estatua de fuente. Mi abuela también supersticiosa, tenía muy claro que las monedas de las fuentes caían en los bolsillos de las personas encargadas del mantenimiento. ¿Por qué la gente tira las monedas en las fuentes entonces? No la moneda número 10 o número 100, sino, esas primeras, ¿qué motiva a las personas a tirarlas allí? Aparentemente antes, en muchos lugares de escasez de agua, cualquier oasis de agua que saliera de la tierra se convertía en un regalo de los dioses. Entonces se construía la fuente alrededor del pozo o el manantial, se le ponía una estatua de un dios y la gente les pone regalos a las estatuas de los dioses como ofrendas de agradecimiento. Habrá un blanco en la secuencia de la historia, pero terminamos con fuentes hasta dentro de centros comerciales repletas de monedas que contienen quizás uno que otro deseo. 

 

Años después, mi madre me sacó de mi colegio en escuela superior para verlo en un especial que harían de él en mi escuela elemental, donde él también estudió (en mi mente adolescente esto era una señal más de que estábamos hechos el uno para el otro). Una amiga y yo nos escondimos en el segundo piso de la iglesia, donde antes cantaban los coros. Escuchábamos los gritos y el eco dentro del templo. Temblaban las paredes por la vibración. Y de pronto el silencio y dos o tres voces, cinco o seis pares de pasos. Ricky, Barbara Walters, un manager y dos camarógrafos. Y nosotras escondidas, sin tener que contener la respiración porque literalmente no podíamos casi respirar de la emoción.

 

Después de ahí tengo un blanco otra vez. Me cuentan que bajamos las escaleras corriendo, que ellos acababan de salir de la iglesia, que me le paré al frente a Ricky, que le estiré los brazos pidiendo abrazo y que me abrazó, muy muy fuerte. Luego de ahí, estuve lagrimeando todo el camino hasta a mi otra escuela, de esa segunda oportunidad no tengo evidencias ni recuerdos.

 

A mis 21, mayor de edad y casada lo vi por tercera y última vez, me pasé un blower y me amanecí en el cine. Era un viewing del disco Blanco y Negro y al final una firma de autógrafos. Fui con mi madre, a ella le tocaba agarrar la cámara y tomar las fotos, pero como me vuelvo agua como Amélie las veces que he visto al objeto de mi fascinación, ella terminó dándole la foto mía con él de hacía más de una década, enseñándole cuál era yo, y sí, recuerdo que había una mesa entre nosotros, que él extendió las manos, que me agarró la cara y me dijo, ¿esa eres tú? ¡qué bella eres! Y yo muda, en palabras de mi madre, idiota, sin decir nada, sin ni tan siquiera sonreír. 
De todos modos, eso me proveyó años de una autoestima inquebrantable.

Fui fanática también de un boy band, pero esos ya eran otros 20 pesos. Me encantaban los nenes, los seguía a todas partes, a veces en un mismo día íbamos a un programa de tv, a una firma de autógrafos en un centro comercial y en la noche a una fiesta patronal. Planificaba outfits, les chuleaba, me tomaba fotos, peleaba con mi novio porque cuando “los nenes” estaban en Puerto Rico, mi mundo se detenía, era de ellos. Una vez fui a dos conciertos el mismo día. Eran en Bellas Artes, en la fila A, en la silla 17, con pasarela de por medio. Analicé el concierto completo, la seguridad, las escaleras, el ritmo de las canciones, cuándo había bailarinas y cuando no y le dije a mi mejor amiga que en el segundo concierto me subiría a la tarima en Quince Años. Y así lo hice. Puse las nalguitas encima del mismo borde en el que suspiraba años antes por Ricky, me trepé sin ninguna preocupación de que me vieran la ropa interior, total, si la sala estaba llena de adolescentes gritando. Caminé por el mismo medio y fui con toda la calma, uno a uno a darle un beso y un abrazo y al final, por el mismo medio de la pasarela, me puse de cuclillas y aterricé en mi silla. Uno de los de seguridad vino a donde mí y me dijo que no me podía volver a trepar. Me sonreí y le dije que por mí estuviese tranquilo, porque ya yo había logrado lo que quería lograr.

 

Con el tiempo, mis amores y mis afecciones se han mudado de los pantalones de cuero, los pelos largos y las coreografías a las letras, a los letristas, a gente que escribe tan espectacularmente bien, que me da hasta envidia que no se me haya ocurrido a mí. La primera vez que Drexler vino a Puerto Rico, mi entonces novio no sabía quién era y le dije: cuando él canta a mí me dan ganas de besarme con alguien, así que créeme que debes ir, y así fue. Salió encantado, me decía que era como si Sabina y Cerati hubiesen tenido un hijo. Confieso que me conmovió su interpretación. En ese entonces vivíamos en Miramar y nos pasábamos janguiando en un sitio llamado La Hoja, cerquita de casa. Al salir del teatro de la IUPI, mi entonces concubino me dijo que fuéramos a La Hoja y dije que no. Obviamente al otro día, todas las fotos eran de Jorge Drexler dándose palos con desconocidos a 4 minutos de mi casa, en donde las últimas dos noches yo había estado. Nunca me lo perdoné. 

 

La última vez que Drexler vino, me lo perdí porque decidió venir el día del cumpleaños de mi entonces futuro marido y mi madre, que usualmente apoya mis locuras de fan enamorada, me llamó a capítulo y me dijo que me pusiera en su lugar, que esta la iba a tener que dejar pasar, y así lo hice. 

 

En febrero salieron a la venta las taquillas del concierto de Jorge Drexler, sería en septiembre, sí, este septiembre en Bellas Artes. Yo intenté comprar la silla 17 de la fila A tan pronto lo supe, sin embargo, el sistema online me seguía dando la silla 1, la 2, la 3. Abría browsers distintos, usaba mi celular, y nunca lograba pasar de la silla 6. Llamé a Bellas Artes, estaba cerrado, llamé al centro de boletos y me seguían contestando máquinas. Cuando por fin logré conseguir a un ser humano, el chico estaba convencido de que las taquillas salían a la venta al otro día. Y yo informándole que no, que estaban a la venta, pero que yo quería escoger mis taquillas, la 16 y la 17 o la 17 y la 18. Cuento largo corto, compré las taquillas, pagué todos los cargos por servicios habidos y por haber y el chico por teléfono me dijo que estuviese tranquila, porque las primeras dos taquillas, las había comprado yo. Lo celebré como un gran triunfo personal. 

 

Intenté como siempre, conseguir un vestidito violeta que cupiera todo en una nuez, por aquello de que, si cantaba “Don de fluir”, sentir que era para mí, sigo siendo la nena que suspira en el borde de la silla, después de todo, hay que darle el crédito, la chamaca nos ha salido BIEN resiliente. Al final del día, no lo conseguí, me cambié mil veces, peleé con mi marido porque no encontraba las taquillas, nos fuimos en Uber, paramos en un cumpleaños, nos dimos unos palos, nos reconciliamos, llegamos a Bellas Artes y nos sentamos en la fila A, sillas 16 y 17. Para mi tristeza, no había pasarela. Lloré en muchas canciones, porque sigo llorando más en conciertos que en funerales y la perfección de algunas de sus canciones me dificulta el respirar.

 

Cantó “Me haces bien”, la canción que le canto a mi no tan nuevo cónyuge porque la realidad es que ha sido (fuera de mis amores platónicos) de los muy pocos amores que me han hecho muy bien. Le pregunté a mi marido si se sabía el password de mi celular. Él me dijo que sí, que por qué. Se puso todo oscuro, y empezaron los acordes “Bailar en la Cueva”. Invitó a la gente a bailar, a seguir el ritmo con las manos. La idea es eternamente nueva, cae la noche y nos seguimos juntando a.. Bailar en la Cueva…  Entonces apareció una chica en la tarima, vestida de amarillo, tenía algo en las manos, se le paró al lado y le bailaba, él le sonreía y le bailaba también. R en el ritmo como una nube va en el viento, no ESPERAR EN, sino SER, el movimiento, cerrar el juicio, cerrar los ojos…Ella se movía de lado a lado, bajando y subiendo, bajando… Oír el CLAC con el que se rompen los cerrojos, y ella se caía, se cayó al piso, la gente gritó, él le extendió la mano, la gente volvió a gritar, él la haló hacia sí, ¿me guías o yo te guío? ella dejó caer algo al piso, se le acercó y le dijo algo al oído, él le bailaba, le daba vueltas, vueltas de salsa, Mi cuerpo al tuyo y el tuyo al mío…vueltas por la espalda de ella y también por la espalda de él… Los dos bebiendo de un mismo aire, el pulso latiendo y el muslo aprendiendo a leer en Braille, le dio otro abrazo, le dijo por dónde podía bajarse de la tarima y el último abrazo otra vez. 

Bailar
Como creencia, como herencia, como juego.
Las sombras en el muro de la cueva
Girando alrededor del fuego.

La música…

 

Si no fuese porque mi marido tiene un minuto y cuarenta y ocho segundos de grabación y porque la gente me estuvo parando hasta la medianoche a preguntarme si había sido yo, que qué le había dejado en la tarima, que si aquello era un libro, que cómo me habían escogido, que cómo me había trepado, ni yo misma me lo creería. No me fui en blanco, lo recuerdo todo, lo veo en cámara lenta, pero en una cámara ajena, como si fuese testigo a lo lejos de mi propia locura, de esta versión lanzada de mí misma que me hace requeteconfirmar que le he terminado de perder por completo el miedo al ridículo, al que dirán, a lo que podría pasar. Que mi torpeza me acompañará hasta el final de mis días como buena protagonista de chick flick, que siempre se enredan en sus propias dudas y en sus propios pies. Que habrán muy pocas personas que se habrán caído de culo en la sala Antonio Paoli ante los gritos de 1,875 personas. Sin embargo, también muy pocas personas habrán abrazado a uno de sus ídolos, muchas menos bailado en una tarima con un genio musical. 

 

Ya no soy la nena que se queda en blanco, que se le escapan los momentos mágicos de las manos y de la memoria. Sigo enamorada de la vida a lo adivino, pero ya no le dejo en sus manos las cosas que quiero agarrar. Hay gente que lanza monedas a las fuentes y piden deseos, hay gente que le deja su primera novela en la tarima a Drexler y le dice al oído, no la vayas a dejar tirada, esa es mi novela, la escribí yo. 

 

Bailar, bailar, bailar, bailar
Bailar, bailar, bailar, bailar

 

 

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