¿Somos lo que guardamos? ¿O guardamos lo que fuimos?

A mis 12 años me regalaron una sortija de pre-compromiso. Probablemente fue un suceso premonitorio de mis monogamias en cadena, matrimonios prematuros y posteriores pánicos al compromiso en general. Pero ese no es el tema. El tema es que mi primer amor, como era de esperarse me dejó el corazón desbaratado y el dedo incómodo con su nueva desnudez tres o cuatro años después. Cuento todo esto para tocar la médula de que mi abuela notó que me pasaba jugando con el dedo vacío, la sortija me quedaba un poco grande y ya era casi un tic nervioso menear el arito dorado sin ninguna razón. Entonces un día como si no fuese nada importante, me regaló su sortija de compromiso. Hacía tiempo que ya no la usaba porque sus dedos se habían hinchado sin remedio. La sortija debe tener más de sesenta años y yo llevo con ella casi veinte. El otro día la perdí. Estuvo perdida por casi una semana y honestamente la sufrí. Me atormentaba pensar que ni si quiera en mis peores borracheras la había extraviado y que ahora, más sobria que nunca, no podía recordar dónde la había puesto. Esos días estuve triste, nostálgica, casi en duelo. Intenté racionalizarlo, es solo una sortija, un pedazo de metal formado al calor. Mi abuela se fue hace tiempo, realmente su pérdida entre el olvido y la muerte se volvió casi más larga que los años que la tuve entera. Pero perder su sortija era como arrancarme ese último cantito que físicamente vive en mí todas las horas que paso despierta. 

 

Como es de esperarse estamos botando cosas. Intentando hacer espacio para que viva alguien más en lo que hasta ahora ha sido nuestro espacio. Nos ha tocado enfrentar los fantasmas que se han mudado con nosotros y que conviven cómodamente en bolsas, cajas y canastas por ya casi siete años. Yo le llevo ventaja a mi no tan nuevo cónyuge, cuando él se mudó conmigo ya yo cargaba con ocho mudanzas previas, lo que equivale a ocho despojos, ocho limpiezas, ocho hogueras. Él pasó de casa de sus padres a mudarse conmigo, el pobre. Eso significa que tenía una menor acumulación de posesiones, que durante los primeros años se sentó, durmió y comió con cosas que eran mías o de mis pasadas administraciones. Pero también implica que no tuvo tiempo para resacas solitarias. Yo, rabiosa al fin, me he ido deshaciendo de cartas y fotos de amores viejos durante años. Así que apenas me queda evidencia de que amé y me amaron antes que él. También ayuda la clandestinidad de algunos de esos amores que por definición carecen de retahílas escritas u objetos que testifiquen que no fueron gente que me inventé. 

 

Entre los escombros del cuarto del reguero, una habitación que lleva siendo un desastre temporero por casi cinco años, aparecieron fotos de un amor anterior. No sé si son las hormonas que me tienen en un constante limbo entre un zen involuntario y un odio a la humanidad en general, pero las miré sin coraje, con curiosidad y hasta incrédula. A veces se me olvida que él también existió antes de mí. Y me puse a pensar en que me arrepentía un poco de haber botado tantas cosas del pasado. Guardo las ofertas de trabajo de mis empleos anteriores. Todavía no he reunido el valor de botar los mamotretos de las reválidas de derecho. Conservo notas de mis libretas de universidad. Tengo múltiples postales de cumpleaños (sin sobre) y hasta recortes de periódicos donde aparecí. Sin embargo, no tengo una sola foto de mi primera boda. No tengo una sola carta de “mensuario” de las que obligaba a mi primer novio a regalarme cada día 23. Me da coraje no tener físicamente (aunque la recuerdo vívidamente) aquella tarjetita de San Valentín de Tasmania donde el nene que me gustaba en segundo grado me confesaba con toda la ternura y la honestidad que le cabía en su flaco y asmático cuerpo, que yo le gustaba más que la lucha libre. 

Probablemente porque me acerco al filo de la maternidad me pongo a pensar en que mi hijo no podrá imaginarse que yo fui antes de él. Que existí antes de que él existiera. Que amé antes de que me amara o antes de imaginarlo, ni hablar de amarlo. Que al final de todo caí en la trampa. Que me hubiese encantado leer diarios viejos de mi abuela. Tener fotos de sus andantes, de los que lo intentaron antes de mi abuelo. Tenemos una tendencia humana a archivar a las personas que nos rodean dentro del rol que es exclusivo hacia nosotros. Por eso la gente se arresmilla cuando piensa en sus padres como seres sexuales. Como si no fuésemos todos producto del morbo y los cuerpos desnudos (aunque más jóvenes) de lo que hoy llamamos nuestros viejos. 

 

Quizás por eso no le monté una escena al papá de mi bebé porque existen fotos de una fiesta de navidad previa a mí. Me dio hasta un poco de envidia. Guardo en mis gavetas celulares viejos que ni siquiera prenden, con la falsa esperanza de que algún día se enciendan y me revelen imágenes de tiempos que me he obligado a creer que no existieron, que no pasaron, que no me marcaron. No me quedan cartas de amor, pero estoy segura de que esos aparatitos tienen una retahíla de evidencia de que alguna vez, esta panzona flirteaba. Quizás es una forma de avaricia querer quedármelo todo. Al final mi progenie tendrá que leerme, tendrá que encontrarme en décadas de blogs, en libros repletos de barbaridades y probablemente se arresmillen, porque su abuela no solo les dejó una sortija de ciento veinte años, sino un montón de evidencia de que ella no solo existía y hacía fresquerías, también las escribía.