La agridulce espera

 

 

Los últimos cinco, seis meses se sienten como si estuviese viviendo no en una nube, sino más bien dentro de una espesa bruma. En ciertas épocas de mi vida tenía unos sueños repetidos en donde quería correr y no podía correr, mis movimientos eran todos como en cámara lenta. Bastante parecido al sueño del grito que no sale, pero me levantaba con la desesperación de que mi cuerpo estaba teniendo problemas en recibir las señales de mi cerebro. Pues así llevo múltiples semanas. Quizás tiene que ver con eso, que cuando uno cuenta el tiempo en semanas desacelera el paso del tiempo. 

 

Recuerdo lo mucho que me irritaba escuchar a las mujeres hablar en semanas. Casi tanto como me exaspera que seamos los únicos pesándonos en libras, moviéndonos en millas, creciendo en pulgadas. En la dicha de mi ignorancia pensaba que eran cuestiones numéricas, matemáticas perfectas donde se promedian meses de 28-31 días y se dividen entre semanas de siete días, para qué complicarnos si los calendarios ya han sido simplificados para nuestra conveniencia. Pero llevo veintisiete semanas y cada vez que alguien me pregunta no sé si tengo seis meses, 6.75 meses o siete meses. No sé si estoy terminando mi segundo trimestre o empezando el tercero porque tengo tres libros, siete aplicaciones y cuatro tablas guardadas y ninguna se pone de acuerdo. 

 

Pero la realidad es que vivo semana a semana, celebrando los martes que antes me parecían los días más desabridos del mundo y ahora son la meta constante de sobrevivir una semana más, de acercarme siete días más a posiblemente lo más aterrador y sublime que me haya pasado jamás. Y se me han despertado las obsesiones y las paranoias más extrañas del mundo. Aunque no sepa en qué trimestre o en qué mes vivo, todas las semanas sé el por ciento de viabilidad que tendría mi bebé si por alguna razón tuviese que vivir fuera de mí en este mismo instante. No me veo pintando el cuarto con un mameluco de mahón como la publicidad me hizo creer. Pero cada vez que paso por el cuarto quiero destrozar con un bate la trotadora que mi no tan nuevo cónyuge no ha acabado de desmontar y me persigue el pensamiento de que el cuarto aún no tiene cortinas y de que absolutamente todo lo que tiene dentro se va a comenzar a despintar de aquí a julio. 

 

Yo solía reprocharle a mi madre el por qué siempre tenía que pensar en que algo malo iba a pasar. Por qué esa tendencia a traducir la falta de noticias en sucesos catastróficos. Por qué ese empeño en vivir con miedo. No he parido y el miedo ya me ha invadido los nervios. Aparentemente tengo una hernia en el ombligo y me aterra reírme demasiado, me agarro la barriga cuando estornudo, cuando toso, cuando me voy a parar. Visualizo que se me va a explotar el ombligo cuando me toque parir. No pienso horrorizada en que voy a pujar un melón entre mis piernas como una embarazada histérica normal, no, pienso en que mi ombligo va a ceder y se va a salir no sé ni por donde, todo en medio del meollo del parto. 

 

Mi hermano fue quien primero me dijo que ser papá era tener miedo todo el tiempo. El esposo de mi cuñada me dijo una vez que la gente te dice que no vas a dormir y que uno se imagina que es porque el bebé no para de llorar. Pero que la realidad es que aunque no llore, no duermes, porque si no se despierta cada cuatro, cada tres, cada dos horas, te vas a levantar para ver si está respirando. Porque los primeros meses son literalmente un ejercicio extendido de supervivencia. Y creo que ya estoy entrenando. Suelo recibir patadas (o puños, codazos y cabezazos porque realmente nunca se sabe) a las 10:00pm, a las 2:30am, a las 6:30am. Siento marea, fiesta, vueltas de carnero, brazadas y marcha cuando me da hambre y después de comer. Si por alguna razón no siento esos golpes, vibraciones, temblores y corrientes, me cago del miedo. No se lo digan a mi médico pero si no lo he sentido, me como algo dulce y culpable y aliviada siento de nuevo el quilombo infalible, las únicas señales abstractas de que todo está bien (aunque no tenga ni claro qué es normal y qué no lo es). 

 

Estoy coleccionando cosas curiosas que me dice la gente. Porque son muy pocas, sigo recibiendo la misma plétora de clichés y consejos no pedidos y reciclados, así que cuando alguien me dice algo nuevo e iluminador me lo memorizo y me lo repito, porque solo sé encontrarle la magia a las cosas a través de las palabras. Hay gente que me dice que extrañaré la barriga. Yo eso lo veo tan abstracto como me pasaba con la geometría y las ciencias físicas. La incomodidad es mi nuevo hogar. Mis nuevos estándares de estilo y vestimenta son básicamente taparme mis partes privadas, que me quepa la pipa y que no me regañen en el trabajo. Así que extrañar una panza que aún suelo descubrir cada vez que me miro sin querer en un espejo o cuando a mitad de noche cambiarme de lado es toda una acrobacia, y que para levantarme para ir al baño (de tres a cinco veces cada madrugada) siento lo que debe sentir una tortuga boca arriba, que me hagan falta todas estas acrobacias, me parece una locura total. Pero el otro día una chica me dijo que no extrañaba la barriga, pero le daba nostalgia que ahora que conocía a su hija, se cuestionaba lo distinto que hubiese sido su embarazo si en el proceso ya la hubiese amado y conocido como ahora. Y la entendí por completo. Me cuesta comprarle cosas porque no le he visto la cara. Me cuestiono cada pequeña decisión porque no sé qué personalidad tiene e ilusamente me creo que no voy a pivotar voluntaria o involuntariamente en alguna dirección a la persona que algún día será. En una convención, un antiguo compañero de trabajo argentino, mayor que yo, me decía que lo increíble de tener hijos, en especial tenerlos después de cierta edad, es que hay pocas sensaciones y emociones nuevas cuando uno sale de sus veintis. Sin embargo, me decía que tener hijos, para él había sido como una fuente inagotable de sensaciones y experiencias nuevas casi diarias. Y yo, hedonista y adicta a la adrenalina, defensora de las causas imposibles como los resquicios de la juventud ante todo, ese tipo de acercamiento a la maternidad me sedujo. 

 

La realidad es que nunca me han gustado las sorpresas, con excepción de viajes y taquillas de conciertos. Detesto los cambios que no controlo como estilo de vida. Esperar siempre me ha parecido el más cruel método de tortura. Y aquí estoy en el oxímoron más grande que la vida ha podido concebir, dizque la dulce espera. Es inversamente proporcional las ganas que tengo de confirmarle el rostro con el pánico al desgarre que no solo mi cuerpo sino mi vida entera sufrirá. Y sin embargo nunca he tenido más claro un conteo. Ese conteo hacia delante y hacia atrás. Una semana menos y otra semana más. Preocupada porque no he leído suficientes cuentos infantiles. Sorprendida porque tengo una lista de canciones para el bebé, mejor pensada que las dos que hice en dos registros de regalos en tiendas diferentes. Con un deseo increíble de que se me vuelvan a incendiar las pasiones porque no me reconozco en este temple perpetuo, en esta incapacidad de sentirme rabiosa, en esta ausencia de prisa por vivir, pero en un ansia desesperante por preparar aquello que por definición es imposible de prevenir. Porque hasta lo más dulce empalaga y a mí toda espera inevitablemente me desespera. Al menos estoy más clara que nunca, aunque sea más lenta que siempre.