Sudando la gota gorda

ODIO hacer ejercicios. Creo que lo odié desde antes de entender el concepto de lo que era hacer ejercicios. Yo era la nena que se sentaba encima de lo que siempre pensé era una especie de closet que contenía toda la electricidad del vecindario, justo frente al poste de luz de mi casa. Quizás era mi manera de convencerme de que algo de aventurero tenía lo que yo estaba haciendo con mi niñez y posterior adolescencia. Los niños jugaban escondite, toco palo, chico paralizado, corrían bicicleta, patines, patineta. Y yo allí, desde que aprendí a leer, hasta que se me ensancharon las caderas lo suficiente para casi no caber encima de mi rinconcito de lectura. Detestaba los días de educación física con todo lo que tenía. Llegué a proponerle en más de una ocasión a los maestros que me dejaran hacer un proyecto escrito. Sí, la única clase que para el resto de la humanidad era un receso de las cosas académicas, para mí era insufrible. En algunas escuelas tenían esa opción disponible pero solo para personas con algún tipo de impedimento o incapacidad para actividad física. Aparentemente una fobia al deporte no calificaba como tal. La noche antes casi no podía dormir pensando en que al otro día me pondrían a correr en zig zag, a esquivar la bola, a hacer movimientos con mi cuerpo que me parecían totalmente absurdos. Es más, creo que ahí descubrí la ansiedad que me provocaba el miedo al ridículo. Yo era la más lenta, la más torpe, la menos ágil. 

 

Aún así terminé en el equipo de baloncesto de mi escuela. Mi mejor amiga era la más alta de todas. Inseparables al fin, la acompañé al try out. A falta de quórum, terminé involuntariamente como miembro honorario del grupo. Me convencieron de que era puramente para eso, pero fue una vil mentira. Tenía número, uniforme, y tuve que ir a todos los pueblos de la isla a “jugar”, lo que para mí consistía en esconderme en el banco rezando porque el coach ni se acordara de que yo era accidentalmente parte. Cuando nos iba súper mal, y ya había agotado todo el banco, gritaba mi nombre y yo me paraba en medio de la cancha, arreglándome el uniforme, estirándome los pantaloncitos, rehaciéndome el moñito, implorándole al cielo que a nadie se le ocurriera pasarme la bola. Creo que ni siquiera intenté lanzarla al canasto nunca jamás, si lo intenté, probablemente mi memoria me protege eliminando el papelón de entre mis recuerdos. 

 

Aún así gané medallas de educación física en intermedia y superior. En parte por mi colección de cintitas violetas en los field days, porque literalmente cuando me obligaban a participar solo me llevaba la cintita de (valga la redundancia) participación, y en parte porque siempre tenía el uniforme los días de la clase. Ante la certeza de que era un fracaso en esa materia, sobre compensaba con nunca jamás fallar en tener lo mínimo que podía hacer, ponerme el uniforme. Claramente en escuela superior atribuyeron mi triunfo a: un error de cálculos (mi propia madre lo cuestionó), la brevedad de mi uniforme o sencillamente que como me había ganado tantas otras medallas (modestia aparte era bien buena en todo lo que no involucrara sudor físico y coordinación motora), pues me dieron una más. 

 

Luego de eso renegué de los ejercicios como de las matemáticas. Algo que no necesitaba en mi recién adquirida pseudo adultez y que no era congruente con mis estudios humanísticos. Hasta que me casé. Me casé súper joven, pero aumenté 15 libras en menos nada. Entonces me negaba como siempre a certificar los clichés, no iba a casarme para engordar, cortarme el pelo y dejar de salir. Para ser justa conmigo misma, solo engordé. Así que descubrí el spinning, nunca aprendí a correr bicicleta sin rueditas (pero eso es otro cuento), sin embargo, me trepaba en una bicicleta estática a sudar como una demente, mientras un hombre me gritaba que atacara la cuesta imaginaria, con música disco de los 70, las luces apagadas y el salón alumbrado con puro neón. Recuerdo como si fuese esta mañana el recién descubierto dolor en el mismo medio entre cada nalga y donde empezaba cada muslo. Al preguntarle al resto de los ciclistas estacionarios me dijeron que no me preocupara, que eso era solamente en lo que se me formaba un callo y después ya no me iba ni a molestar el sillín. Un callo entre nalga y muslo, lo menos congruente posible con la imagen de esposa Cosmopolitan que yo desesperadamente intentaba ser a mis veintiuno. 

 

Con los años, aquellas 15 libras se convirtieron en 30 y probablemente en 45 dependiendo desde dónde haga los cálculos. En más de una década he intentado: membresías de gimnasios, belly dancing, correr por mi cuenta, Zumba, la elíptica, salsa, Will Power, personal trainer, Crossfit y más recientemente yoga. La conclusión sigue siendo la misma, odio hacer ejercicios con todas las fuerzas de mi ser. La gente dice que cuando corre se le despeja la mente, yo a los cinco minutos empiezo a pensar en por qué no me quiero, por qué me hago esto, por qué corro si nadie me persigue, de quién huyo, en lo risible que debe ser para las millones de personas que viven en la más profunda pobreza que uno se ponga unos tennis, se monte en un carro y vaya a un parque a correr. Ni hablar de lo que gastamos en matrículas y ropa deportiva. Porque se supone que el cuerpo no está hecho para estar sentado de ocho a diez horas, la masa muscular no se inventó para desarrollarse con pesas, ni deberían hacer falta máquinas para colar ejercicio cardiovascular durante el día. Sin embargo, en los últimos años, suelo hacer ejercicios de 4 a 5 veces en semana. ¿Por qué? Puedo dar la excusa oficial de que mi metabolismo perdió el interés y me abandonó. Como también puedo explicar que AMO profundamente la comida y que relaciono comer rico como un aliciente a la tristeza y un gran festejo a la felicidad. Puedo confesar que tengo una bonita, duradera y no siempre saludable relación con los espíritus destilados. O compartir el secreto a voces de que me encantan las burbujas y solo tengo planes de dejarlas por instrucciones del Cirujano General. He gastado muchísimo dinero en ejercitarme por la sencilla razón de que carezco de disciplina para lo que detesto. Así que le pago a alguien para que me grite y me obligue a moverme, a despertar músculos que no han sido utilizados correctamente (o no han sido utilizados punto) por mucho tiempo. Me levanto a las cinco de la mañana porque si lo dejo para la tarde cualquier contratiempo o mal rato será la excusa perfecta para sustituir el entrenamiento por una cena y una botella. Sin contar con que mi adultez vino con una perseverante dificultad para dormir. Mi intensidad le mete las manos a Morfeo cualquier día de la semana. Así que hago una hora de yoga y luego corro un par de millas para que mi cuerpo básicamente colapse al tocar la cama. A veces funciona, a veces no. Me hice pruebas de tiroides para echarle las culpas a algún mal funcionamiento de que aún comiendo mejor que antes y haciendo más ejercicios que nunca, no bajo de peso. El doctor me dijo que mi esposo tenía un problema serio, porque si es por mis exámenes y laboratorios me quedan 100 años de dar candela y vida plena. 

 

Sigo haciendo ejercicios porque todo lo que no jugué de niña trajo secuelas. Me aterra hacer una parada de manos. El otro día hice mi primera vuelta de carnero y casi tengo un ataque de pánico. Cuando empecé con una trainer me sorprendió la incapacidad que yo tenía de cargar mi propio peso. Fue un golpe de realidad ver mi cuerpo temblar en menos de 15 segundos haciendo una plancha. También descubrí que mi odio a correr tiene todo que ver con que no sé respirar. Con el crossfit descubrí la impresionante satisfacción de reconocer capacidades que desconocía del cuerpo en el que llevo más de 3 décadas. Ahora con el yoga he logrado acariciar mis propios pies, abrazar mis rodillas, vaciar la mente, modular la entrada y salida del aire hasta quedarme dormida, sostener la respiración, aunque esté hecha un nudo (por fuera o por dentro). 

 

No soy la misma que antes. Mis capacidades se han ensanchado como mis caderas. He llorado y he sudado en esta vida, lo que jamás imaginé mientras me limitaba a mirar a otros niños reír y correr, sudar y reír. No quepo en los mahones de mi high, porque no tengo el cuerpo de la high, ni mis caderas, ni mi cintura, ni mi complejidad. Vale recalcar que ahora sí tengo el size de brassier que juraba y perjuraba que cuando fuese adulta me iba a poder o querer comprar. 

 

No he vuelto ni volveré al peso de mi primera boda. Facebook me trae recuerdos de hace 10 y 15 años y no me reconozco, recuerdo sentirme gordita en momentos donde pesaba 40 libras menos que ahora. También tengo presente lo dura que era con la imagen que tenía de mí, lo mucho que me importaba como me veía y el poco caso que le hacía a cómo me sentía. Hace años adopté el mantra de que tengo que gustarme, si no me gusta la versión de mí que soy en una pareja, en una amistad, en un trabajo, rápidamente empiezo a moverme, a escaparme, a desconectarme, a huir. Física y vanidosamente tengo la misma regla, ¿me gusto? ¿me tiraría yo misma? Mientras la respuesta sea sí, todos contentos. Cuando la respuesta es un no sé, o un fruncir de ceño, toca moverse también. Nos empeñamos en juzgarnos en tallas, en libras y en pulgadas. Gastamos dinero y energía, pensando en cuerpos que ni siquiera tienen las mismas estructuras que los nuestros. Nuestros ideales de belleza no concuerdan ni con nuestras dimensiones, ni con nuestros genes, ni con nuestra realidad. 

 

Mi índice de masa corporal no es el idílico. Probablemente mi peso en relación con mi estatura raya en la obesidad. Pero ahora pienso en intenciones antes de ponerme a sudar. A veces hasta me llevo los tennis y corro sin ponerme alarma cuando me voy de wikén. Ya casi he recuperado la flexibilidad de mis tempranos veintis. Lo sigo odiando, pero continúo ejercitándome en contra de mi propio auto sabotaje y apatía. Mi no tan nuevo cónyuge me mira como si estuviera en el mejor momento de mi vida y que conste que lleva ligándome desde que a mis trece me tiraba en una cama y con un gancho le cerraba el zipper a un mahón Bongo talla dos.