Confieso que no me gustan los días de las madres. Debe haber sido algo que comenzó con el olvido de mi abuela y que se ha ido afilando con las pérdidas, la adultez y sus respectivas complicaciones. De niña me encantaban las festividades. La expectativa esa emocionante de mucha gente que querías en un mismo lugar, lo que también implicaba más regalos en un mismo día. Crecí con la falsa ilusión de que siempre se reunía toda la familia, por lo mismo que imaginaba en mi futuro ese calco de familia grande y toda junta. De mis frases favoritas del Gabo es “la nitidez perversa de la nostalgia”, ahora de adulta sé que esa supuesta nitidez tiene muchísimo de romantización de lo que no se entiende o de lo que uno necesita creer. La realidad es que las festividades de mi casa eran fáciles porque la mitad de mi familia es de una religión que no las celebra. Por lo que esos “toco palo” familiares: días de madres, padres, acción de gracias, navidad, reyes y demás, sencillamente se celebraban de mi familia, con la mitad.
No me lo cuestioné porque uno no cuestiona su normalidad. Cuando uno vive por primera vez fuera del núcleo en el que creces es que te das cuenta de lo raro que eres. Te enteras de que no todas las familias desayunan los domingos: corned beef hash, huevos, tocineta y hasta guineítos niños fritos. Descubres que no en todas las casas le echan ketchup al pastel, manzanas a la ensalada de papa y aceitunas (que odio y que nadie se come) a todo lo que se cocina.
De adulta, las fechas especiales me dan mucha ansiedad. Es un sentimiento bastante nuevo. Después de los 30, cosas que llevan pasando por menos de 5 años: gustos, amistades, enfermedades, manías, hábitos, sensaciones, trabajos y trastornos se sienten recientes, novedosos, recién horneados. Quizás tenga que ver con que nunca me ha gustado mezclar gente. Me explico, no suelo invitar amistades de infancia, compañeros de trabajo, colegas literarios, panas de universidad y familiares a una misma actividad. Me preocupa que no se lleven, que no se entiendan, que alguien vaya y se sienta solo, que no tenga con quien hablar, que se la pase mal. Entonces cuando no puedo evitarlo y tengo mucha gente querida en un mismo lugar, quien la pasa fatal soy yo. Estoy mirando para todos lados como maestra de prescolar. Presento a la gente una y otra vez, incluso gente que lleva viéndose por mi culpa una década ya. Creo que por eso evito celebrar mis cumpleaños en el área metro (y cuando tengo mucha suerte lo hago fuera del país). Así recibo mucho amor por múltiples canales y después puedo celebrar el mes entero, a mi ritmo, al estilo correspondiente de cada vínculo, en mi tiempo, lo que al final se traduce en más cariño, en más comida, en más alcohol. Si a eso le sumamos que mi cumpleaños cae en los alrededores o en el mismísimo día de Acción de Gracias, la ansiedad es aún peor.
En mi primer intento fallido (hipotecario y conyugal) decidí hacer un pavo para ambas familias. Vale la pena destacar que el pollo crudo me da un asco horrible. Por lo que hornear por primera vez un pollo en esteroides fue una experiencia atroz. Adobé la magnánima ave arqueando todo el rato. Tuve pesadillas de que estaba crudo por dentro. Cuando fui a sacarlo ya listo por fin, luego de más de 5 horas mirando el pavo con pánico e incertidumbre, mi mente estaba tan destrozada y desgastada que agarré la bandeja de 15 libras con las dos manos. Ajá, manos al descubierto, así que dejé las líneas de mi destino literalmente impresas en el aluminio. La familia de mi primera administración es evangélica, nunca les escuché una mala palabra. Ese día, los deleité con un repertorio de aproximadamente 7 malas palabras por cada libra de pavo acabadito de hornear. Demás está decir que ahí acabaron mis intentos.
De adulta tuve muy pocas relaciones serias con parejas que fueran tan unidas a sus familias como yo a la mía. Nunca tuve que escoger, jamás tuve que dividir, no tenía que planificar ni mucho menos priorizar. Los días importantes se pasaban en familia, la mía. Entonces me enamoré de lo que se sueña en papel. Una familia como la mía. Papá y mamá juntos, hermana, tíos, abuelos y en su caso, sin ninguna religión que limite las excusas de jolgorio y reunión. Amar a alguien que ama a su familia en vivo y de cerca, es duplicar la gente, multiplicar el amor, pero dividir el tiempo en 2. Que en realidad es dividir el tiempo en 3. Los fines de semana tienen 2 días, si este domingo veo a mis papás, el que viene veo a mis suegros y ya pasaron 2 semanas sin ver a nuestras familias de sangre respectivamente. Las festividades divididas implican que compartiremos con una familia primero y con la otra después. Esto significa llegar (y por ende irnos) demasiado temprano a la primera casa y demasiado tarde la otra. También conlleva no comer demasiado en la primera parada y comer por pura gula y cortesía en la que le sigue. Entonces queda uno agotado y con un sabor en la boca a culpa y a fallo, antes, durante y después.
Nochebuena se hace en mi casa y se invitan todas las familias, pero cada día se nos hace más pequeño el espacio y más dispersas las raíces. Según pasan los años se suman nuevas parejas, se restan otras, se multiplican los hijos, se nos van agotando los abuelos, se nos van escapando ramas del tronco, se nos van cambiando de país. Pero los días de padres y madres, cada uno quiere hacer sentir al suyo, como el rey o la reina del espacio, del tiempo, del lugar.
Hace tres semanas le pedí a mi no tan nuevo cónyuge que tocara base con su familia para ver cómo dividíamos el tiempo para honrar a todas las partes por igual. “Claro que sí mi amor ahora mismo”. Al igual que cuando mi sobrina dice que se está portando “súper bien” ya sabemos que ese énfasis es una cortina que tapa la verdad, ese exceso de confianza y prontitud al responder a mi mandato en la boca de mi esposo, suele ser que ni siquiera procesó lo que dije. Claramente ese mensaje nunca llegó. Presumí que nos reuniríamos domingo con ellos e invité a mis padres (que llevan unos meses horrendos para ser sinceros) a dedicarles a ellos el día entero. A hacerlos sentir especiales, a que no se diluyera la atención. Desde que se murió mi abuela sé cuán duros son para mi mamá los días de madres. El huracán mudó a mi sobrina a distancia de avión. Sin contar con que mi madre es maestra (mi suegra también así de idénticas son nuestras familias) y ya sabemos cómo ha sido este año para los que enseñan. Mi hermano tuvo un accidente en una motora en marzo, la semana del cumpleaños de ellos dos. Así que quería, tirar la casa por la ventana, tener a mami egoístamente para mí, llorar un poco con ella en la mañana, ir al parque a caminar vestidas iguales (porque por alguna extraña razón siempre llegamos con exactamente la misma combinación los sábados a sudar), porque en el fondo aparte de que nuestras manos son copias, tenemos la misma mala costumbre de no dejarnos llorar, de no dejarnos sentir que falta, la suma esa terrible que nos dejó mi abuela, de tener que estar agradecidos por lo que tenemos (poco o mucho) y sentirnos culpables hasta por entristecernos.
Obviamente como la ley de Murphy es la reina y señora de nuestra existencia ese mismo día celebran a las madres de mi otra familia, la de mi terrible mensajero pero magnífico compañero. Y aunque él diga que pienso de más y que me complico demasiado, y aunque mi madre me diga que lo celebramos otro fin de semana, y aunque cupiese la posibilidad de fundir ambas celebraciones, se sigue sintiendo como si no hubiese forma de ganar, de cumplir, como si fuesen deberes imposibles de satisfacer a la misma vez. El sábado celebraré presencialmente a mi madre, sintiéndome culpable por no estar con mi suegra, y el domingo celebraré a mi suegra y a mi no tan nueva abuela, sintiéndome culpable por no estar con mi mamá.
Quisiera tener mucho dinero, una casa gigante, invitarlos a todos, pagar entretenimiento, mandar a hacer comida para todos los gustos, preferencias y necesidades especiales. Invitar a los cercanos, a sus hijos, a las parejas de los hijos, a los nuevos nietos, a los amigos con o sin hijos, a mis panas huérfanos, a los viejos de mis amigos que tuvieron que partir. De seguro la pasaría fatal tratando de estar pendientes a todos, pero se me quitaría este sabor a aceitunas que me deja en la boca tener que escoger, tenerme que dividir.