Negligentemente nomofóbica

Me fascinan las fobias. Hablo de las aversiones clínicas, no las pseudo fobias bajo las que algunos cobardes se escudan para justificar sus odios y prejuicios. Suena cruel y morboso, pero me parece fascinante a todas las cosas a las que un ser humano puede tenerle terror. Probablemente tiene que ver con la obsesión que tenemos los escritores de añadirle peculiaridades inolvidables a nuestros personajes. En mi primer taller de escritura formal, nos presentábamos con nuestras manías, porque se sabe tanto de la personalidad de alguien por los pequeños rituales que realiza compulsivamente. El otro día en una charla, la chica hablaba de una relativamente novedosa fobia que ha surgido debido los avances tecnológicos. Instantáneamente la añadí a mi lista. Soy nomofóbica. La nomofobia definida por nuestra principal fuente de información (que no es ni científica, ni estadística, ni siquiera tiene el rigor de las encuestas): Wikipedia, es el miedo irracional a salir de la casa sin el teléfono móvil, viene de “no-mobile-phobia”. He sido acusada de tal síndrome por más de una década. La mayor parte del tiempo lo he podido adjudicar a que llevo más de 8 años pagando la renta gracias a la publicidad en medios digitales. La primera mitad literalmente tenía que estar conectada a mi celular 24/7, contestándole a los fans, borrando barbaridades, monitoreando comentarios y mensajes. Si usted conoce a un “community manager”, no lo juzgue por su adicción, téngale compasión y abrácelo, créame que lo necesita. Mis amigas pueden dar fe, de las veces en que en medio de un jangueo yo me ñangotaba cerca de un receptáculo para tener suficiente carga. Otras tantas me fui al carro a conectar el celular al encendedor para no quedarme a pie. La persona promedio, verifica su teléfono 80 veces al día. Me da pánico pensar cuál será la cifra de los que nos dedicamos a esto. Esa es la cosa con los números, te obligan a sacar cuentas, a imaginarte las cantidades de una manera gráfica, cualquier número que no puedas visualizar instantáneamente en tu cerebro, sencillamente es demasiado grande. 

 

Esta semana la comencé sin celular. No voy a negar que fue un tanto refrescante las 48-60 horas de desconexión. Claramente ese breve alivio terminó cuando regresé a mi realidad, área metro, trabajo, sin alarma, sin reloj, sin internet y por lo tanto sin comunicación, sin GPS, sin banco, sin cámara, sin música. Destruí mi octavo iPhone, ahora tengo mi novena víctima. Literalmente la definición de problemas del primer mundo. Si saco los cálculos del dineral que he gastado, porque obviamente no ha sido una inversión, me deprimiría el viaje que me pude haber dado y que se hizo trizas en cada celular que dejé caer del balcón de un tercer piso, dentro de un vaso de ron, dentro del fondo del inodoro, dentro de la lavadora, y hasta uno que literalmente freí en aceite de broncear. Antes de esta vergonzosa colección de teléfonos hechos en China pero diseñados en California, fui capaz de destruir un Blackberry y hasta un Nokia. El vendedor le dijo a mi papá con toda la franqueza del mundo que los Nokia eran prácticamente indestructibles y que si mi habilidad era tal que había desbaratado uno de esos, un iPhone jamás me sobreviviría y tenía toda la razón. Sin embargo, nunca he perdido un celular. Llevo dos semanas con las llaves de mi casa extraviadas y una de las razones por las que tengo dos planes médicos y no me doy de baja de ninguno, es porque el 50% del tiempo hay una de las dos tarjetas en una localización desconocida. En cierto sentido el “separation anxiety” que me produce estar sin celular es lo único que me ha prevenido de tener que comprar un celular “full Price” y sin plan de pagos con intereses. Por otro lado, la compañía aseguradora de celulares, me envío una carta certificada, comunicándome que nuestra larga y tortuosa relación había terminado. Aparentemente tienen una cláusula que automáticamente cancela el contrato a quien rompa más de 3 celulares en un año. Mi no tan nuevo cónyuge está seguro de que esa carta se redactó exclusivamente para mí y que no es un tizaso común y corriente. 

 

Mi dedo meñique derecho también ha sufrido los estragos de mi adicción. Por alguna razón que desconozco, suelo reposar el teléfono entre esos dos nudillos y se me ha creado un tipo de hendidura en su lugar. Me he deformado y no simbólicamente, por el uso y el abuso del celular. 

Sería hipócrita de mi parte romantizar sobre los tiempos en los que no andaba con mis amigos, mis cuentas de banco, mis canciones favoritas, mis correos, las fotos de mi sobrina, mis ciclos menstruales y hasta lunares en un aparatito dentro de mi cartera. Cuando me voy de viaje encierro mi celular en la caja fuerte y uso el de mi marido para las fotos. Intento dejar el celular cargando y lejos de mi alcance cuando estamos en la casa, por aquello de que la pequeñísima fracción de tiempo que pasamos juntos (en comparación con el tiempo de oficina) no estemos uno al lado del otro mirando el celular. 

 

No les voy a mentir, tengo los cadáveres de mis celulares en distintas gavetas. Algunos entre los panties, otros entre libros y otros en las gavetas esas que son depósito de todo lo no calificable pero que nos negamos a soltar. Algunos reposan aún en bolsas llenas de arroz con la esperanza de que si algún día se me revuelca la nostalgia más de la cuenta, intente conectarlos y quizás sea una ventanita al pasado. En el fondo me asusta que prendan y comiencen a salir fantasmas que hace años no se nombran. Porque tenemos una tendencia a borrar lo que no se evoca. A no restar lo que no se cuenta. Yo seré nomofóbica, pero llevo una cuenta exacta de lo que dejo caer. No busco excusas ni cuestiono los cálculos. No soy capaz de cuidar aparatos delicados. Por lo menos asumo mi negligencia.