anxiety

Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir.


Me voy a morir. Me voy a morir. Me voy a morir. En la vida real, he sentido que me voy a morir de verdad, físicamente, muy pocas veces. Cuando me encontraron células precancerosas, cuando se me escapó un bebé a medio formar entre las piernas, cuando iba a parir a Silvio, cuando me chocaron de frente de madrugada este pasado 5 de diciembre. Pero antes de eso, había sentido que me iba a morir, igual de cerca por cosas grandes y pequeñas. Esos dolores intensos que no se circunscriben a órganos ni pedazos identificables en el cuerpo. Cuando descubres un secreto familiar que no querías saber, cuando se te cae un héroe de un tropiezo casi risible y humillante, cuando diagnosticaron a mi abuela de olvido, cuando mi primer novio me dejó por una rubia con más tetas y más libros que yo, cuando supe que mi primer matrimonio se hundía porque realmente nunca estuvo diseñado para flotar, cuando atropellaron a mi perra frente a mis ojos, cuando me colgué en la reválida, cuando pensé que ya era incapaz de volver a sentir. Pero de pronto, empecé a sentir que me iba a morir más seguido. Que literalmente no podía respirar. Que el peso de un elefante entero se acostaba a descansar sobre mis costillas. Que me llegaba un mareo como si se recogiera el mar de la orilla y viera como en mis peores pesadillas como la ola me arrastraba a mí, a todo lo que veo y todo lo que amo sin remedio.

Empecé a sentir que me moría los domingos, a cierta hora. Como si una nube se me parara encima a derramarse sobre lo que era mi usual alegría. Empecé a sentir miedo. Un terror a salir de la casa con mi bebé. Un pánico a conectarme a un staff meeting. Una sensación de paralización de que me hicieran preguntas que no supiese contestar.

Tengo una pesadilla recurrente en donde no puedo moverme. El mundo sigue y yo estoy en una cámara lenta desesperante que no responde a la velocidad de mi cerebro. Y así llevo casi cuatro años. En una cámara lenta porque sentía que me iba a morir, me iba a morir del miedo al miedo, del miedo a la muerte, del miedo a la ansiedad.

Mi novio de la universidad una vez me dijo que lo único que quería de la vida era paz. En ese preciso instante supe que no teníamos futuro. ¿Paz? Eso era para los viejos y los muertos. Aquello no congeniaba con el escándalo de pulseras, plumas y pasiones que fui más de la primera mitad de mi vida.  Yo quería sentirlo todo. Vivir corriendo era mi deporte extremo. Me preocupaba de las cosas cuando las tenía de frente (si acaso). Mi mamá se moría de los nervios cuando yo tenía entrevistas de trabajo, me preguntaba si me sentía ansiosa, y esa palabra ni siquiera estaba en mi vocabulario. Más de un amante me describió como “fearless”, implacable, sin miedos, y a estas alturas de mi vida es que sé y confirmo que sí lo era, que lo fui. Ahora sé que tenía un súper poder que ya no tengo y quizás sí puedo trazar cómo lo fui perdiendo en el camino. Cómo me lo arrebataron a fuerza de desilusiones, de pérdidas, de ejecuciones de hipoteca, de muertes, de huracanes, de bullying laboral, de violencia obstétrica, de maternidad, de terremotos, de pandemias, de apagones…

Y ahora, veinte años después, si lo vuelvo a ver lo abrazaría y le diría que yo también, que yo solo quiero paz. Que estoy cansada. Que si quizás hubiese buscado la paz como él, me hubiese construido una vida tranquila, aburrida pero sostenible. Que no sé cómo la gente ansiosa vive sintiéndose así sin ayuda.

Estar ansiosa en mi hermosa ignorancia era lo mismo que estar nerviosa, incluso podía sentir que era un equivalente a la emoción esa rica y jodona de enfrentarse algo nuevo que en mi mente siempre relaciono con ser joven aún. Las definiciones clínicas hablan de enfermedades, neurosis, trastornos y cosas más específicas y concretas para mí como: palpitaciones, ahogo, temblores, miedo a morirse.

No soy experta pero luego de años de tóxico concubinato sé exactamente como se siente la ansiedad en este cuerpecito mío. Un bache de miedo y polvo. Un panorama fatídico que se convierte en la imagen de fondo de cualquier situación. Una lista cochambrosa de cosas por hacer en mayúsculas y letras rojas que me grita todo el tiempo y que se regenera y multiplica a medida que intento tachar casi a cuchillazos una sola tarea a la vez. Ver con mucha nostalgia cómo este cerebro alguna vez prodigioso ahora se aturde y se congela como una computadora vieja con demasiadas ventanas abiertas y una ventana específica, gigante y espatarrada de par en par que es un hoyo negro y que vibra todo el tiempo repitiendo sin cesar: mamá, ma, mami, mamaaaaaaaaaaa.

Mi ansiedad es la mejor amiga de la hernia de mi esófago y prima hermana de la hipersensibilidad de mis dientes. Vivo masticando antiácidos como si fuesen goma de mascar con sabor a tiza. Conviviendo con la presunta normalidad y silencio de mis encías. Hasta que de pronto se me apetece algo crujiente, hasta que de la nada el cuerpo me pide algo frío y me siento valiente y las corrientes me llegan hasta la coronilla, el dolor me cierra los ojos y el raciocinio, y preferiría literalmente morirme de hambre y de sed o más bien, estoy segura de que me voy a morir en cuestión de segundos por simplemente sentir demasiado, por vivirlo todo en exceso, como siempre.

El lóbulo frontal de este cerebro en donde se supone almacene mi memoria y mi juicio, también se aferra a una culpa católica que me hace sentirme como una mierda de persona por todas las veces que subestimé el terror de mi mamá a los espacios cerrados, la angustia de algunas empleadas cuando tenían que presentar a clientes, la fobia de seis pies y tres pulgadas que ataca a mi pobre marido en los aviones. He tenido desde hace años un compañero que me guía por esta oscuridad, porque ya se sabe los pasillos de memoria. Un amigo me decía que hacía falta una mano amiga para navegar las notas de alucinógenos, pues también la casa del terror que es una mente ansiosa.

Ojalá fueran solo los grandes retos, ojalá fueran solo las nuevas hipotecas y las aventuras.  Pero a veces son llamadas con clientes, a veces son reuniones presenciales, a veces es moverme de un lado al otro de la isla, a veces es dejar al niño en la escuela o con mi propia gente, a veces es sencillamente la proeza de salir de la casa. Quizás por eso más que nunca necesito los teléfonos en silencio, silenciadas las notificaciones, silentes las vibraciones. Porque hay días que los sonidos son campos minados, las llamadas alertas, los correos mensajeros de desgracias, cualquier mensaje una grieta que me inunda.

Llevo 6 meses tomando Lexapro. Una pastillita mágica que me suple serotonina, para que mis nervios puedan comunicarse entre sí de maneras más efectivas. 10 miligramos diarios que le bajan el volumen a las cantaletas gritonas de mi ansiedad. Una ayuda que no quería para volverme a sentir capaz de enfrentar al mundo. Una fórmula mágica que me ha quitado las gafas oscuras y me ha recordado ciertos colores que creí que nunca más volvería a ver. Cuando mi amadísimo psiquiatra me sugirió intentarlas lloré desconsoladamente. Confieso con vergüenza que me sentí derrotada. Siempre he creído en la terapia, siempre he sabido (aunque siempre lo he odiado) cuándo pedir ayuda, sin embargo, necesitar químicos para regularme o volver a sentirme yo, me hizo sentirme débil. Seis meses después quiero abrazarme. Me da mucha pena conmigo misma por todo lo que sufrí creyendo que era una sensación que venía con la maternidad por definición. La ansiedad me convenció de que no necesitaba más. Le creí que mi vida ahora era puramente sobrevivir. La ansiedad me hizo creer que no tenía opciones, que ya no podía moverme de donde estaba. La ansiedad me robó demasiadas alegrías cotidianas. La ansiedad me apagó la voz porque ni siquiera me dejaba escribir. La ansiedad me convenció de que no tenía nada importante que decir. Mi ansiedad es una mentirosa y algunos días yo le sigo creyendo.