José Martí decía que antes de morirse había que plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Las palabras exactas creo que eran: “un hombre para ser completo, ha de plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro”. Vamos a ignorar la cuestión del género y nos dirigimos a la médula, hay que dejar cosas para el futuro, hacer algo hoy que nos sobreviva, que nos sublime, que de una manera u otra nos haga trascender el cuerpo maravilloso, degenerativo y perecedero en el que nos movemos.
Yo nunca he sembrado un árbol, probablemente porque para empezar no poseo un pedazo de tierra. Absolutamente todas las plantas de mi casa sobreviven gracias a la constancia y el cuidado de las manos de mi marido. He asesinado bonsáis, he secado suculentas, he ahogado plantas de agua. Tampoco se me han dado ni el recao, ni la albahaca, ni la yerbabuena. Cada cierto tiempo conservo las pepitas de los ajíes dulces, con el dulce engaño de secarlas e intentar sembrarlas. Mi no tan nuevo cónyuge se aprovecha de mi despiste y las bota cuando me distraigo, en el fondo porque sabe que le tocaría a él mantenerlas vivas, rociarlas y trasplantarlas, como le ha tocado con mis perros y conmigo.
No he tenido un hijo, mayormente por una rigurosa disciplina de planificación familiar totalmente incongruente con el resto de mis tendencias, en parte porque la selección natural me salvó de mí misma o sencillamente porque mi cuerpo predijo el futuro y falló cuando tuvo que hacerlo. Últimamente, porque simplemente las cosas nunca pasan cuando a mí me da la gana.
Escribí un libro, lo terminé hace años y nació en papel este año. Y de estar escribiendo por una década sin tener ninguna evidencia de mis esfuerzos, que no fuese digital, pasé a tener dos libros en un mismo año, en menos de cinco meses para ser exactos. Porque como siempre digo, al pobre le llega la comida en bufé.
De chamaca, practicaba entrevistas en mi mente, porque cuando yo fuera una escritora famosa (concepto de ciencia ficción que nunca tuve del todo muy claro) tenía que estar preparada. Claramente no soy famosa y no vivo de mis libros, aunque probablemente siempre será una fantasía constante y recurrente. Sin embargo, la gente nunca me hace las preguntas que pensé que me harían. La gente me pregunta que cómo se escribe un libro. Puedo leer que lo que quieren saber es cómo se publica, como si la imprenta, fuese el verdadero proceso de gestación. Y no saben que la imprenta es como graduar a tu hijo de escuela superior, estás bien cansado, ni tú mismo estás seguro de cómo han sobrevivido y no puedes creer que todavía falte tanto camino por recorrer. Yo le puse el punto final a mi novela hace siete años, después de casi dos años de escritura y edición. Tomé tres talleres de novela antes de tener un manuscrito decente. Aparte de eso, tomé talleres de cuento, construcción de personajes, poesía y hasta talleres de guiones cinematográficos. Tengo un bachillerato en estudios hispánicos, ¿que si leí? Leí un montón. ¿Qué si escribí? Escribí un montón. Pero lo más que hice fue vivir, vivir un montón, como si la vida se me estuviese acabando cada minuto, porque saben qué, ¡lo está!
Hay gente que no necesita talleres, hay gente que dice que para escribir lo que hay que hacer es leer, leer y leer. Yo soy fanática de la música, escucho más música de lo que leo, y soy totalmente incapaz de entonar una canción. La fanática del yoga que vive en mí, diría que para escribir, lo primero que hay que tener bien claro es la intención. Y si la intención de escribir un libro es para ser rico o famoso, toca desistir. Lo próximo que hace falta para escribir un libro es descaro, un descaro cañón. Es preciso una carencia total de vergüenza, una falta de miedo al ridículo, a la crítica, es necesario un cuero duro, un corazón calloso, una insuficiencia de rubor. Para escribir un libro hay que ser sadomasoquista, tiene que gustarte el dolor, tienes que ser de esa gente que se mete la lengua en la carie, que mira la aguja a la que le teme, tienes que sentir que los precipicios te jalan y aún así acariciar la baranda.
Escribir un libro, así me enseñaron en mis talleres de escritura, es correr un maratón. No puedes echar el resto al principio, tienes que encontrar una cadencia, el ritmo preciso para esforzarte sin quemarte, para avanzar sin desmayar.
Yo soy pro talleres. Escribir puede ser un ejercicio bien solitario y bien abrumador. Escribir al fin y al cabo es un tipo de adicción. Si hay grupos de ayuda para madres primerizas, para madres lactantes, para recuperarse y rehabilitarse de dependencias de drogas duras y bebidas alcohólicas, por qué no juntarse con gente que sufre por lo mismo que tú. Una vez escuché en un Festival de la Palabra a Rosa Montero decir que escribir era un intento de tocar la soledad de alguien más con la tuya. Los talleres literarios te ayudan a no sentirte solo en el intento. Tocas base con gente tan obsesiva como tú, aprendes a distinguir la crítica constructiva de la destructiva. Identificas la gente que te lee con cariño, que genuinamente quiere mejorarte de la que te quiere recortar las puntitas de las alas para que te parezcas a ellos o para que sencillamente no los sobrepases. Con el tiempo he logrado entender que no es que la gente sea mala, ni envidiosa, al menos no así, no al vacío, sencillamente existen capacidades de amor. No todo el mundo es capaz de alegrarse de tu alegría, si tu júbilo sobrepasa el propio. También, necesitas gente que te lea que no sea tu sangre, que no sea tu madre, que no esté enamorado de ti, que preferiblemente haya leído más que tú.
Algunos indisciplinados como yo, necesitamos que nos escriban, que nos hostiguen, que nos pongan fechas límites y que nos digan que estamos comiendo mierda esperando que un libro se escriba sin el esencial paso de sentarnos y ponernos a escribir. Y si es doloroso escribirlo, la tortura real es editarlo, mutilarlo, borrar partes que te encantan y dejar cosas que no te convencen. El año que sometí mi novela al certamen del Instituto de Cultura, el escritor que me ganó dijo: esta novela la escribí en tres meses (yo quería pararme e irme pa’l carajo en ese instante), luego dijo: y me tomó casi diez años editarla, ahí quise pararme, abrazarlo y decirle que se merecía ganarme de verdad. Someter un manuscrito a certámenes literarios conlleva tiempo, dinero, paciencia y un ejercicio de fe digno de los años treinta. Uno se mete a una página de escritores y busca los concursos que permitan gente de todas las nacionalidades, luego mira que no se requiera viajar a buscar el premio, porque si son mil euros y tienes que buscarlo a Barcelona pues, casi hay que hacer un préstamo para buscar la estatuilla. Luego, los certámenes requieren enviar manuscritos impresos, sí en el siglo veintiuno hay que imprimir de tres a cinco manuscritos, a veces encuadernarlos e ir al correo, explicarle al personal que esa es la dirección correcta aunque no encaje en los encasillados de las direcciones estadounidenses y pagar sesenta, cien, doscientos dólares para enviar copias de tu bebé a: México, Argentina, España, con la extraña sensación de estar enviando una botella bien pesada a través de la orilla del mar.
Yo me auto publiqué en formato digital, como parte de un concurso para ganarme una publicación. No tenía ni tengo fondos para agenciarme una publicación en papel de mi bolsillo. Académicamente no soy nadie, no soy una profesora de literatura ni tengo una tesis en nada que respalde mi intento. Para ser 100% francos, cuando logré publicarla en digital, ni yo me creía que más de mil personas de distintos países hubiesen comprado mi novela en Kindle. No había releído mi novela en tres años y como parte de mi ataque de pánico dudaba profundamente hasta de su calidad original. Luego tuve otras ansiedades peores, mucho más específicas, gente que podía ofenderse, personajes que se parecían demasiado a personas de carne y hueso, la línea esa fina de lo vivido, de lo que hubiese querido que pasara, de lo que es demasiado literario para ser real y de lo que es demasiado real para ser literario y por último pero no menos intenso, la sensación de que todos pensaran que todo era tan pornográficamente autobiográfico como el blog al que los acostumbré a leerme por tantos años.
Cuando estaba en la universidad, un amigo era fanático de un escritor, dicho escritor nos visitó, y mi amigo, un chamaco brillante y súper introvertido, reunió el valor o la locura de preguntarle a su ídolo literario qué consejo le daría a un escritor de 20 años. Sin pensarlo dos veces, le dijo que no escribiera, que viviera, que a los veinte años uno no tenía nada que escribir, que se pusiera a vivir. Recuerdo casi escuchar no solo su corazón, sino su idolatría astillarse en mil pedazos. Yo leo mi novela, y me impresiona haber podido escribirla a mis veintitantos. También reconozco que, aunque quizás ahora pueda ser más metódica, más profunda, más estructuralmente maquiavélica al escribir, a mis 33 años no sería capaz de escribir esa novela. No sería capaz porque ahora tengo demasiado que perder, porque sé más que en ese entonces y a veces la madurez limita y edita de más. Mi novela es cruda, dolorosa, gráfica, pornográfica, valiente y sobre todas las cosas, bien honesta. Ojalá pueda sembrar un árbol, con esa promesa y arrojo de no tener nada que perder, rociarlo con lo que me queda de inocencia y por qué no, tener un hijo, al menos con la mitad de la honestidad con la que escribo.